31/5/07

Golpes


A César Vallejo,
que era un poeta no menor de la antología,
le pegaban.
Es casi seguro
que lo hicieran en París
los días jueves,
mientras los fugaces aguaceros
empapaban las ventanas
y el peso de la pluma
le hacía tener hijos que eran sonetos sobre la muerte.

A mí,
que no soy César Vallejo
y no merezco siquiera ser antologado,
también me pegan,
durísimo.
Lo hacen casi sin concesiones en Asunción,
en cualquier día de la semana
-pero con cierta preferencia los domingos-
mientras el sol dormita
o se encabrita por no morir en el crepúsculo,
y la pluma abre la memoria para ser herida abierta
entre mis manos.

La esquina


Qué mucho puede doler una esquina,
si allí se erige
el apesadumbrado edificio
donde hombres y mujeres cabizbajos y en silencio
hablan con alguien horriblemente muerto
para expiar las culpas
del secreto y viejo pederasta,
la maldecidora profesional de la cuadra,
el niño o la niña que robó los frutos
del árbol de guayaba del vecino.

Qué mucho puede doler,
si en esa esquina medieval del barrio
un hombre mira,
con tristeza anónima,
cómo el largo tul de una novia
se deja tragar por el epifánico
sacramento del matrimonio;
cómo su cuerpo se adapta
a la blancura cínica del vestido,
ese cuerpo que ayer nomás
-¡ayer nomás!-
había visto desnudo el hombre que mira,
mientras la hoy novia le había dicho
en un oscuro cuarto de hotel,
bañada en lágrimas
que el hombre que mira jura que parecían reales:
“No lo voy a hacer, mi amor.No lo voy a hacer”.

Certezas

¿Te acordás que una vez
a las cuatro de la mañana
de un incipiente sábado,
me dijiste con taxatividad irrefutable:
“No puedo”,
y tuve que dormir
acurrucado en el sofá,
ccosados mis sueños
por el ir y venir incensante
de tu perro pesadillesco e insomne?

¿Sí? Bueno.
Ese día comprendí que,
definitivamente,
no me amabas y no lo ibas a hacer nunca;
y de paso,
confirmé que el perro no es,
ni un poquito,
el mejor amigo del hombre.