2/8/08

El futuro baldío de Cormac McCarhty

Hace media hora, terminé de leer La carretera, de Cormac McCarthy. Hacía bastante tiempo que un libro no tocaba ciertas fibras mías, no me dejaba tan inerme ante la historia narrada, ni siquiera con la posibilidad de refugiarme en la complicidad lectora con ciertos personajes, con un extrañamiento atroz que, sin embargo, no mantiene su aséptica distancia. Escribo estas líneas aún al calor de las páginas recién leídas, casi como este sol invernal de Asunción.
Un padre y su hijo aún pequeño atraviesan la desolación del páramo a que ha quedado reducido un país -los Estados Unidos, aunque MacCarthy no lo diga- tras una aparente tragedia posnuclear. Abundan las bandas de caníbales, las huestes harapientas y residuales, los moribundos protagonistas del "fatigoso contraespectáculo de las cosas dejando de existir". En el centro: dos fugitivos con un carrito de supermercado (como en una metáfora de lo que resta tras la debacle posindustrial), una larga carretera, el mar lejano y posiblemente ceniciento. No conozco otra novela que haya desarrollado tan morosamente la relación padre-hijo en circunstancias tan desfavorables. Uno siente la amenaza de los otros como un heraldo que puede anunciar la muerte. Para el padre, la sentencia sartreana que habla de la otredad infernal nunca es tan cierta como ahora, una cuestión de vida o muerte; para el niño, todavía una naturaleza tan poco culpable sospecha un mundo posible y mínimamente humano en medio de la catástrofe. De ritmo lento casi siempre alejado de esos picos de tensión al servicio del lector huidizo, La carretera es un largo soplo de un viento que quiebra la piel y desgasta el magisterio de la esperanza poco a poco. Uno cree que la escapatoria es simplemente imposible. ¿Cuál es el futuro si uno ya vive en él? ¿Dónde está Dios?, se preguntan el padre y el hijo. Las respuestas están en la misma carretera que recorren, en la intransigencia de mantenerse vivos cuando el propio Dios ha muerto.
Mucho se ha hablado de la influencia de Faulkner en MacCarthy. Con razón. Ser un fabulador del Sur más primitivo y oscuro no es la única coincidencia. También el afán de enfrentar y rebelar al hombre contra el dedo acusador del destino lo es. Claro, en la estela de los trágicos griegos, de Shakespeare, de Dostoievski y de Onetti. Aunque suene fácil decirlo, esa literatura no es la más fácil de las que se han escrito a lo largo del tiempo. Abundan las cómodas mistificaciones, las obviedades pasadas por originales, los juegos de la ficción que dicen satisfacer el entretenimiento (su primera finalidad, afirman) mientras banalizan el sustrato existencial que narran. Su aparente dificultad espanta, según los moralistas de la complacencia. Tal vez... ¿pero no es un derecho tener en la literatura una reserva de lo osado, de lo difícil, inclusive de lo "aburrido"? Me parece que sí...
La prosa del escritor estadounidense es proteica. Por momentos late en ella la violencia apocalíptica que la misma historia le exige. En otros, una poética piedad humana la hace flotar un poco sobre la superficie del horror. A veces, la sequedad de los diálogos entraña algo profético, aunque lo que se diga no sea más que lo necesario e inmediato. En ese intento, narrado en las primeras páginas, de sacarle gasolina a una manguera de una estación polvorienta, con la certeza de que lo que queda es un olor convertido en "rumor tenue y rancio", se puede sentir ya la inmensa y peligrosa soledad del mundo en el que recalan los personajes. El hálito de vida es el fuego que llevan, la llama imaginaria pero real que con denuedo defienden hasta hacerla llegar a un lugar indeterminado -probablemente inexistente ya- donde se pueda volver a comenzar aunque no se pueda.
Hermoso libro realmente el de McCarthy. Una épica del desastre y del amor.