26/8/09

Nueva traducción de Gran sertón: veredas, de Joäo Guimaraes Rosa

Diario Perfil, de Buenos Aires, domingo 2 de agosto pasado. El escritor Luis Gusmán escribe: “Voy a contar una confidencia que Roa Bastos me refirió en una conversación en alguno de los cafés que solíamos tomar por la calle Corrientes. Una confidencia que deja de ser personal, porque viene de la voz de un escritor que escribió una novela de la magnitud de Yo el Supremo. Alguien capaz de apreciar no sólo la extensión, sino la fatalidad y el exceso de la lengua hecha novela. Fue en una de esas charlas que Roa Bastos me dijo: «Guimarães es el más grande»”.

Este mes, el gran escritor brasileño cuenta con una nueva edición al español de su más célebre novela, en la ya clásica traducción del español Ángel Crespo, Gran Sertón: Veredas (Editorial Adriana Hidalgo), una fiesta del lenguaje, pero también de la cultura brasileña del Nordeste, del dolor y el oprobio, de la alegría caradura de vivir. Hacía falta esta edición, pues es difícil conseguir una, incluso en las tiendas de libros usados. El autor fue comparado con James Joyce en su trato revolucionario de la lengua portuguesa; y el finado Mario Benedetti sumaba a ellos a Roa Bastos como deconstructor y constructor del español. El paraguayo supo homenajearlo: Un pasaje alucinante de Yo el Supremo está basado en el cuento “La tercera orilla”, del brasileño.

Antonio Dal Masetto cuenta la vida breve

¿Qué tipo de historias se cuentan hoy en la literatura? Podríamos poner dos senderos, para simplificar. Por un lado, las que narran escritores como Cormac McCarthy o Roberto Bolaño, Don Delillo o Efraím Medina Reyes, ferozmente independientes e inteligentes, audaces, a veces fracasadas, pero nunca temerosas de adentrarse en territorios difíciles. Por otro lado, las historias escritas por autores como John Grisham o Isabel Allende, Arturo Pérez Reverte o Stephen King, con un mínimo de variación con respecto a su propio canon, de fórmulas repetidas y eficientes. Ambas formas, sin embargo, tienen un vértice en donde se unen (con suerte dispar, es cierto, para cada una de ellas en cuanto obras de arte). Son historias que pretenden contar grandes hechos, de grandes hombres y mujeres, aunque en apariencia sean insignificantes. (Habría que desarrollar más esta idea en otro momento.)

Hay un grupo minúsculo de escritores que no forma parte de ninguna de estas dos tendencias, porque les interesan los anónimos, la vida vista con una lupa a la Balzac, pero con menos pretensiones sociológicas. El más célebre de todos hoy día sería, en mi opinión, John Berger. En América Latina, sin dudas, uno de los más interesantes sería Antonio Dal Masetto.

Sacrificios en días santos (Sudamericana, 2008), su última novela, se adentra en el guión cotidiano de los habitantes de un pueblo sin nombre. Un hecho los vincula a todos indefectiblemente: un carpintero es pillado por las alumnas de un colegio religioso en plena actividad sexual con su oveja. A partir de allí, todos aparecen y desaparecen: el intendente, el sacerdote, el comisario, la señora militante de la moral. Todos tienen sus miserias, sus oscuros secretos. Pero prefieren que el carpintero tenga más defectos que ellos. En medio de todo, una tortuosa y adolescente historia de amor... Linda la novela. Como para recuperar el derecho a leer historias sin demasiadas ampulosidades.

Diez años sin Olga Orozco

“Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero./ Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe...”. El poema completo estaba trascripto en el desaparecido suplemento cultural del diario La Nación, de Asunción, dirigido sabiamente por la poeta Susy Delgado. Corría (creo) el año 1998, y todavía Orozco vivía. Llegaron hasta mí con el oscuro sabor de un descubrimiento colegial: había encontrado a una poeta que tenía un dejo de desinteresado, nada ostentoso intelectualismo, y mucho de tratado metafísico femenino, algo a lo que no estaba acostumbrado. La seguí de aquí para allá, como podía, con poco fingido furor, hasta que murió, un año después, el 15 de agosto de 1999. Misteriosamente, no volví casi a leerla, casi como un mandato de la muerte. Hasta que me encontré con la efeméride que me recuerda que soy diez años más viejo. Su poesía, sin embargo, no envejeció.

Nacida el 17 de marzo de 1920, fue, probablemente, la mujer poeta argentina más interesante y compleja de la segunda mitad del siglo XX. (Yo la aprecio más que a una balbuciente Pizarnik, a quien muchos, y sobre todo muchas, idolatran con inocultable exitación.)

Hoy recuerdo ese poema titulado “Gail Hightower”, en alusión al iluminado y patético reverendo que habita una de las más grandes novelas que se hayan escrito alguna vez, Luz de agosto, de William Faulkner: “¿Qué perdón, qué condena,/ alumbrarán el paso de una sombra?”, se pregunta. Si se trata de la sombra de Orozco, todo el perdón y ninguna condena.