17/6/08

Creación y erudición

El libro Poesía congregada y otros afanes (2007), de Carlos Villagra Marsal, permite varias entradas, desde las puertas que abren los catorce poemas de la primera parte, ubicados en contextos temporales específicos y sus motivaciones varias, pasando por la reflexión crítica sobre un momento fundacional de la modernidad literaria en español (la del Siglo de Oro), hasta el responso personal y la ubicación estratégica y particular de dos poetas paraguayos, José-Luis Appleyard y Elvio Romero, en el concierto de la literatura nacional.
Seguir la lectura de los poemas en el orden cronológico propuesto por Villagra Marsal hace que se puedan percibir las evoluciones formales y temáticas de la poética del autor de El júbilo difícil. Los versos escritos en los años 50, según se consigna al pie de los poemas, se reparten entre la utilización de la métrica endecasilábica y de versos de arte menor y su (aparente) abandono. Quizá el más resaltable de esos poemas sea el soneto “Donde estuviere”, dedicado a Hérib Campos Cervera en el año de su muerte, 1953. “Hérib, la primavera de tu sombra/ convierte en luz el agua de tu herida/ y en música de siglos tu desvelo”, dice Villagra Marsal, acaso erigiendo justicieramente la sombra tutelar de Campos Cervera sobre los
poetas de la generación del 50,a la que pertenece Villagra.
En los poemas de las décadas del 90 y del 2000, hay un mirada especular y metalingüística del acto mismo de escribir. Ya no la elegía, sino la gravedad del poeta ante su instrumento creador y el resultado. En “Los solitarios” el poeta no tiene más que a su propia creación: “Únicamente yo y este poema somos en el mundo”. En un poema sin título de 1997 se reafirma la tendencia: “Solamente estos versos y yo palpitamos en el mero universo”. Y la conclusión en “Certeza y no”, del 2001, se llena de angustiosa incertidumbre: “El poeta ya no sabe quién es”.
Las Novelas ejemplares, de Cervantes; La Celestina, de Fernando de Rojas; Fuenteovejuna, de Lope de Vega; El Lazarillo de Tormes, de autor anónimo; y La vida es sueño, de Pedro Calderón de la Barca, son las obras analizadas por un atento y erudito Villagra Marsal. La elección de estas obras no es casual: proponen cuestiones inherentes a la teoría y la historia de la literatura en español, además de demostrar que –con mayor intensidad hasta la generación del 50, sin obviar a las siguientes– la literatura española de los siglos XVI y XVII ha sido una fuente ineludible para los escritores paraguayos.
En cada uno de los estudios, Villagra aporta un descubrimiento preciso y oportuno: muchos de los términos utilizados por los autores analizados, a veces tomados de las capas sociales más bajas de la España medieval y renacentista, han emigrado al castellano paraguayo. Algunos ejemplos: rabel, sortija (el juego a caballo), ladronicio, malavisión, entre muchos otros; o locuciones como “no me hallo” (no estoy a gusto) y “¿qué a mí?”.
Dos de los ensayos, a mi parecer, son los de mayor profundidad y relevancia, por razones que se tocan y se separan. Por un lado, el dedicado a La Celestina, por ser ésta la obra que empuja el nacimiento del teatro clásico español y por mostrar la importancia de la misma en el contexto ibérico y aun mundial: Fernando de Rojas era un judío converso, habitante de una España decididamente intolerante tras la expulsión de los hebreos y los musulmanes, hecho y consecuencia que marcarían de manera decidida y única la redacción de La Celestina. Por otro lado, el dedicado a La vida es sueño, por ser esta obra, simbólicamente hablando, el telón, el último suspiro del Siglo de Oro antes de sumirse en un ocaso, que no dejó de tener sus honrosas excepciones, pero que ya no llegaría a la cumbre cultural alcanzada por la España de aquel tiempo.
Sobre La Celestina me gustaría decir algo. Villagra Marsal se acerca, tímidamente y sin quererlo, a una vinculación de la obra de Fernando de Rojas con un autor también proscripto, y aun ignorado por la “crítica seria”, sospechosa de conservadurismo moral más que literario, como lo denunciara Susan Sontag: el Marqués de Sade. Cuando Villagra lamenta la no aparición de Rojas en La Literatura y el Mal, de George Bataille, no consigna que el autor canónico del pensador francés es otro “maligno” francés: Sade. Según muy bien acertó a iluminar el escritor español Juan Goytisolo, en su ensayo “La España de Fernando Rojas” (Disidencias, 1977), con título homónimo al libro de Stephen Gilman, The Spain of Fernando Rojas (1972), autor citado como un comentarista más por Villagra Marsal, Sade tiene en La Celestina un “precedente notable” de su universo: el del Mal y el egoísmo como categorías de lo humano más humano (catalizados por el erotismo), el de la soledad y la incomunicación, el del cristianismo erosionado y la diferencia como cruz y como estigma social. Ahí radica uno de los puntos claves de la modernidad de Rojas: como Sade, ha desembocado en nuestro tiempo pulsando las represiones individuales y sociales más sensibles y convirtiéndose de acusado en acusador, como anota Goytisolo.
Finalmente, los sentidos textos dedicados a José-Luis Appleyard y Elvio Romero nacen de la fuente de la amistad para decir –con la nostalgia del compañero que se queda a sufrir la ausencia– el exacto lugar que ocupan los nombres de estos poetas en la literatura nacional. Appleyard expresó “el más variado espectro de nuestra condición humana paraguaya y por ende universal”; y Romero es “el más leído de los poetas del Paraguay”. Todo dicho.
Un libro breve, pero precisamente concentrado en sus potencialidades imaginativas y críticas, el de Villagra Marsal.

El placer de contar bellamente y no dejar de ser pedagógico


Contar la historia universal no es menuda tarea, cuando no es vanamente pretenciosa e imposible. Abundan por ahí los manuales al uso, casi siempre redactados con acento grandilocuente, embrujados por la vida y la obra de los “grandes hombres”, los grandes imperios, los grandes vencedores. Por eso, tal vez, el nuevo libro de Eduardo Galeano, Espejos (Siglo XXI Editores, 2008) lleva el más humilde subtítulo de “Una historia casi universal”. Porque no puede, por supuesto, abarcarlo todo, y porque su Norte (mejor sería decir su Sur) no está signado por las fiebres triunfales de los grandes relatos, sino más bien por las pequeñas crónicas de la infamia y el dolor de los vencidos, los perdedores, aquellos que no merecen mucha atención en las “historias oficiales”, ni explosivos titulares en los diarios, ni lugares preponderantes en los anales de la Historia con mayúscula; pero que, sin embargo, han definitivamente hecho posible mucho de lo que hoy conocemos y desconocemos como herencia de los tiempos.

En la línea de anteriores trabajos suyos, como los tres tomos de las Memorias del fuego y El libro de los abrazos, Espejos está lleno de nombres poco frecuentados por la memoria. Negros, esclavos, indígenas, homosexuales, mujeres, obreros, poetas. Pero también habla de los “eternizadores de dioses del ocaso”, para parafrasear a Silvio Rodríguez. Emperadores, conquistadores, Papas, dictadores, banqueros, empresarios, patrones. Y revela lo que todo el mundo ya sabe desde hace siglos, pero se niega a aceptar o lo silencia: Están los que se especializan en ganar y los que se acostumbran a perder; éstos, casi siempre, en virtud de la ganancia de los primeros. Cada bando está condicionado por variables que, llamativamente, siguen siendo las mismas desde el origen de la Historia, lo que es decir desde el surgimiento del poder. Uno está a un lado u otro de la vida según sea negro o blanco, pobre o rico, hombre o mujer.
La manera de contar de Galeano provoca que tomemos un sorbo de realidad, pero desde la metáfora. Es decir, hurga en los hechos, pero les muda el sentido, como reflejados en un espejo (precisamente) que jamás devuelve la misma imagen, pero siempre nos reconocemos en él. En ello, en el arte de la parodoja, de la fatal contradicción que uno no sabe ya si provoca rabia o risa, el escritor uruguayo es un maestro: hace notar, por ejemplo, cómo Teddy Roosevelt, ex presidente de los Estados Unidos, dijo que “ningún triunfo de la paz es tan grandioso como el triunfo supremo de la guerra”, y luego se hizo acreedor del... Premio Nobel de la Paz.
Tres de los textos están dedicados al Paraguay, todos ellos relacionados con la Guerra de la Triple Alianza, como ya lo hiciera en otros libros. En el primero de ellos, “La letra con sangre entra”, hace ver que mientras Estados Unidos y Japón apuntalaban sus respectivas independencias y dominios, el Paraguay estaba siendo aniquilado por eso. En el segundo, “Prendas típicas”, revela cómo la industria textil británica había fabricado uniformes para el ejército turco y cómo esos mismos uniformes fueron los que ataviaron a los aliados en su aventura de aniquilación de Paraguay. Y en el tercero, “Aquí fue Paraguay”, cita una frase del conde D’Eu, el “Mariscal de la Victoria” brasileño, quien acabada la guerra y ante la imprevista duración de la misma, exclamó: “La Guerra del Paraguay creó para mí una repugnancia invencible por cualquier trabajo prolongado.”
Galeano sabe que un texto puede ser al mismo tiempo pedagógico y bello. Espejos rebosa de historias que enseñan y emocionan por su breve belleza. Ni siquiera se le pueden achacar al escritor sus sucesivas repeticiones de fórmulas. Simplemente, lo que está bien contado, está bien contado y listo.