20/6/08

Nostalgia japonesa en Tokio blues

No recuerdo la primera vez que escuché o leí el nombre de Haruki Murakami, pero no habrá sido hace mucho tiempo. Dos o tres años, acaso. Es casi seguro que fue por la misma época en que los nombres de Kazuo Ishiguro y de Hanif Kureishi llegaron a mí, tan sonoros y lejanos como el primero, con ese sospechoso halo exótico ya trasvasado de "realidad consumible", a causa de la mistificación que opera sobre los "objetos de consumo" la cultura occidental (vamos, la norteamericana, especialmente).
Hace unos meses conseguí un título de cada uno de estos escritores y, acicateado por la curiosidad, leí sus libros. En este lugar hablaré, primeramente, de Tokio blues de Murakami.
Publicado originalmente en 1987, en Japón, país de donde es originario su autor, Tokio blues vendió casi cuatro millones de ejemplares y catapultó a Murakami al sitial del escritor japonés de la actualidad de mayor proyección mundial. Su traducción al inglés permitió que otras lenguas albergaran la novela, entre ellas el español.
La misma habla de un estudiante universitario japonés (Toru Watanabe) que en un aeropuerto de Hamburgo, Alemania, escucha en los altoparlantes la melodía de "Nowergian wood" de Los Beatles, y el recuerdo de su adolescencia y su juventud, asociado inefablemente a esa melodía, es recobrado no sin nostalgia y amargura. Allí comienza la tantas veces visitada y revisitada "búsqueda del tiempo perdido", en donde la canción de Los Beatles es la magdalena sumergida en el té que provoca el deseo de recuperación de la infancia del protagonista de la célebre obra de Marcel Proust. Entonces es cuando Naoko, Kizuki, Nagasawa, Midori, Reiko y otros pocos más flotan sobre la superficie de la memora del protagonista y narrador de Tokio blues.Todos ellos están particularmente relacionados con el personaje principal por medio del suicidio, la locura, el amor y el sexo. Un cóctel explosivo, gris y pérfido por momentos.
La novela es un aterrizaje (sutilmente turbulento, aparentemente inocente) a los años 60 en Japón. La metáfora utilizada aquí en relación al inicio de la novela no es casual.  Si bien la historia no ceja en su cometido de atrapar por el lado de los enredos con el mundo y consigo mismo de parte de Watanabe, hay una veta, caudalosa y subterránea, que desemboca en las señas de identidad de un Japón progresivamente incorporado al ritmo de la cultura occidental tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. El aterrizaje de Watanabe en Alemania, el origen de su divague memorioso, sigue los puntos suspensivos del pasado para buscar el principio de la tristeza, pero también los preliminares del aterrizaje de una penetración cultural celebrada o simplemente aceptada sin más, aunque ello no merezca, al parecer, mucha atención en la superficie de lo narrado. Por eso, los marcos referenciales a que se remite la obra (en cuanto a la cultura) y que envuelven a los personajes, son decididamente occidentales: Nagasawa, el amigo escéptico -cuando no nihilista- de Watanabe, tiene, como éste, a El gran Gatsby de Francis Scott Fitzgerald como libro de cabecera; Los Beatles planean con su fulgor desenfadado, cándido o denso, sobre toda la novela; las discusiones universitarias están regadas de un marxismo a medida, de lo que resulta una especie de juego de niños a veces intolerable, con el fondo de una cantinela revolucionaria ingenua; Watanabe estudia Teatro en la universidad y cuando su compañero de cuarto, Tropa-de-asalto, le pregunta qué es exactamente lo que estudia, el mismo explica que lee a "Racine, Ionesco, Shakespeare", y más tarde a un moribundo le habla del teatro clásico griego. Son solo muestras de cómo el discurso está transversalmente cruzado por marcas -a veces, marcas en el sentido puramente comercial del término, el de Naomi Klein- oriundas de otras matrices culturales, que fueron apropiadas por los japoneses, resignificadas en algunas oportunidades, simplemente aceptadas con sus carencias de espesor semántico en otras. No se nos cuenta -no lo busquen en ninguna de sus páginas- qué es de la vida de Watanabe tras el descalabro de su juventud. Solo un dato: un aterrizaje en el aeropuerto de Hamburgo, heridas del pasado. ¿Watanabe huye de ese Japón devenido en vértigo y se arropa con las marcas y cicatrices de Occidente? No lo sabemos, pero hay lugar para la sospecha.
En lo que hace, estrictamente, a las tribulaciones del joven Watanabe, hay una referencia ineludible para el lector medianamente informado: Milan Kundera. Pero todo lo que en éste es excesivamente insoportable y leve, en Murakami es concentrado y creíble. El japonés, al igual que el checo, busca decir lo indecible de los pasajes de la vida cotidiana y su conflictos posibles. Pero Tokio blues no está imbuido de ese tufillo oportunista que exhala en las portadas caracterizaciones comerciales del tipo "la novela sobre la represión comunista en Checoslovaquia", como sucede con Kundera. Tal vez por eso el checho hoy está escondido tras su propia cortina de hierro, incapaz de reactualizar su discurso, pretendidamente eterno.
Tokio blues tiene todas las señas de las novelas contemporáneas: desenfado, linealidad sin óbices, cierta permeabilidad cinematográfica, contextos macrosociales mimetizados sutilmente en los más mínimos avatares de los personajes. No será una de las grandes novelas de los últimos veinte años, pero pide a gritos que se la lea por honesta y entretenida.