8/9/14

El hórrido Aquilón: vida y pasión de un extraño traductor





A Ámbar Brítez y Javier Viveros.
Ella me entregó la punta del ovillo.
Él hizo de Sherlock Holmes en internet, muerto de risa.

Había terminado de comer un asado a la parrilla en la casa de mis padres. Estaba exhausto, como si hubiera sido yo el engullido por alguna clase de ser voraz, no sin antes haber luchado para que no me tragara. Me tiré, rendido, en el suelo del corredor de mi casa, ubicada detrás de la de mis progenitores, en Luque. Mi hija Ámbar, de cinco años, estaba mirando “Monster High” en el ordenador. Desde donde estaba acostado, en el piso, le grité: “¡Ámbar, vení un poco!”. Se acercó a mí. “¿Qué te parece?: Traéme el libro que quieras, el que vos creas que ahora mismo tengo que leer, de ahí de la biblioteca”, le dije. Nunca antes habíamos jugado a ese juego, si acaso era uno. “¿Cualquiera?”, me preguntó. “Sí, cualquiera”, contesté. Fue y, menos de un minuto después, regresó con uno en sus manos. “Tomá. Borges”, me dijo, y volvió a mirar sus dibujos animados en la computadora. Ella conoce bien a Borges, gracias a las fotos de Sara Facio que están en las tapas de los muchos volúmenes de sus obras completas que Editorial Sudamericana editó hace unos años. Tomé el libro, el primer tomo de los Textos cautivos que lleva el número 13 de la colección. Lo abrí al azar y, casi inmediatamente, recibí la historia de un traductor fatídico de Edgar Allan Poe al castellano. Yo, por lo menos doce, trece años atrás, había leído todos los artículos agrupados en los Textos cautivos. Pero, evidentemente, la incógnita que hoy me dejaba éste no había sido tal en aquella oportunidad. No había llamado mi atención en la primera lectura, por aquel tiempo sistemática, de las obras del escritor argentino. Inmediatamente, llamé a Javier Viveros por teléfono, mi asiduo cómplice en este tipo de azares bibliográficos. Le conté lo que decía Borges, con su ironía habitual, de aquel misterioso traductor cuyo nombre no  mencionaba. Se rio, y yo mismo no pude parar de reírme en todo lo que restó del día, luego de hurgar en internet y descubrir para mí mismo  –de la mano de Javier- quién era ese traductor feraz de la poesía del autor de “Annabel Lee”. Aquí su historia, o por lo menos cómo me fue revelada por quienes ya habían escrito algo sobre él, no sin simpatía por sus avatares.

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Edgar Allan Poe
               
El francés Pierre Menard era, esencialmente, un devoto del más francés de los estadounidenses del siglo XIX: Edgar Allan Poe. Era alguien que adoraba a quien muchos consideraban –por el tiempo en que se desarrolla el relato “Pierre Menard, autor del Quijote, de Jorge Luis Borges, a fines de los años 30- “un poeta menor de la antología”. Antes que (moroso, extemporáneo) “simple” autor del Quijote, era un frío poeta simbolista como el precursor Poe. A éste Paul Valéry, un amigo de Menard no librado tampoco de sus invectivas, lo llamó “la síntesis de los vértigos”: el del clasicismo y el del romanticismo aunados.
(Como Poe, siendo éste rigurosamente yanqui, Menard forma parte de la incierta estirpe cervantina de los escritores franceses que venían de haber leído el Jacques el fatalista de Denis Diderot, y se habían dejado llevar, si no por los procedimientos de la novela, sí por las locuras especulares de Alonso Quijano cuando Alonso Quijano era solo un loco bidimensional y regional para el resto de la literatura mundial. Hasta la aparición, por supuesto, del Borges lector heterodoxo del Quijote, que es como decir del Menard lector heterodoxo del Quijote. No en vano una cita del Jacques el fatalista encabeza el largo relato “afrancesado” de Borges, “El Congreso”. Allí escribe, con su acostumbrada ironía: “En aquel tiempo no había un solo argentino cuya Utopía no fuera la ciudad de París. Quizá el más impaciente de nosotros era Fermín Eguren: lo seguía Fernández Irala, por razones harto distintas. Para el poeta de Los mármoles, París era Verlaine y Leconte de Lisle; para Eguren, una continuación mejorada de la calle Junín”. Además, la ausencia del nombre del enciclopedista en el heterogéneo examen de las fuentes de la obra de Menard es más, tratándose de Borges, una ardua marca provista por el silencio locuaz antes que por la obvia enunciación).
El Menard de Borges creía que, más aun que los tres pasajes del Quijote que había “reescrito” y que formaban parte de su más meritoria “obra invisible”, algún vago verso solitario de Poe era fundamental para el equilibro del mundo y todavía para su propia comprensión. Uno de esos versos es:

                “Ah, bear in mind this garden was enchanted!”

Pertenece al poema “To Helen” (“A Elena”), escrito en 1848, dedicado a la mujer que Poe conoció tres años antes: Sarah Helena Whitman. El relato “Pierre Menard, autor del Quijote, escrito en 1939 y considerado uno de los primeros cuentos “literarios” de Borges, no es el primer texto suyo que incluye una reflexión sobre la poesía de Edgar Allan Poe. Se puede rastrear la primera referencia a ese verso hasta llegar a dos años antes de la escritura del cuento, que es de 1939. Entre 1936 y 1940, Borges publicó reseñas bibliográficas, biografías sintéticas y brevísimos comentarios “de la vida literaria” en una revista orientada más bien a señoras de clase media alta, sin demasiadas expectativas literarias: El Hogar. Los escritos fueron reunidos por primera vez en 1986 por Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí bajo el título de Textos cautivos.
Por el tiempo en que redactó la historia de Pierre Menard, la dedicación de Borges al periodismo literario era casi completa y exclusiva. Vivía de leer y escribir sobre lo que leía. Por ello, quizá, el relato está escrito como una mezcla de lo que publicaba en la prensa por esos días: una amalgama entre biografía y reseña libresca que ya se había vislumbrado en “El acercamiento a Almotásim”, escrito en 1935 y que pasaría a formar parte del conjunto de ensayos (aunque se trataba de un relato, pasa perfectamente por uno) Historia de la eternidad, publicado un año después. (Borges insistiría en esa línea harto innovadora con relatos como “Examen de la obra de Herbert Quain”, que formaría parte de Ficciones (1944), junto “Pierre Menard, autor del Quijote”).


Jorge Luis Borges

Borges se burla del extraño traductor de Poe

El 2 de abril de 1937, junto con una semblanza de Eden Phillpots y una reseña de L'homme qui s'est retrouvé, de Henri Duvernois, publicó un comentario sobre la biografía Edgar Allan Poe, escrita por el británico Edward Shanks. (Es de notar la variedad de sus lecturas: la primera es una obra que Borges prácticamente “descubrió”, publicada un año antes y que no fue traducida al castellano hasta 2008; la segunda vio la imprenta el mismo 1937, y hasta donde sé no existe versión castellana). El comentario del libro de Shanks le sirve a Borges para, más que discutir el libro, dejar por sentadas algunas de sus ideas en torno a Poe. Dice, entre otras cosas, que los traductores, por mediocres que sean, le hacen “el favor” a la prosa del autor del “Manuscrito hallado en una botella”.  Y sobre su poesía, no es más indulgente: “De lo demás apenas perdurará alguna estrofa, o alguna línea suelta”, dice sorprendentemente. Cita el consabido verso dedicado al jardín encantado de Helena. Y agrega otro verso, según él, memorable:

                “And the red winds are withering in the sky”.

Es del poema “Al Aaraaf” (1829), uno de los primeros que escribió Poe. Borges, en su comentario, luego de citar el verso, abre un paréntesis que es el que motiva este texto que pergeño. Dice:
               
“Recuerdo que la última [línea] –cuyo sentido literal viene a ser: ‘Y se marchitan en el cielo los vientos rojos” –fue ‘traducida’ al español por un acreditado intérprete de esta plaza. He aquí el facsímil que ofreció a nuestro público: ‘¡Ya no brama en la esfera el hórrido Aquilón!” 

Tapa del libro firmado por Soto y Calvo.
Es visible la burla sutil, pero no por ello menos violenta, de Borges dirigida a alguien innominado. ¿Quién era ese traductor “facsimilar”, según el adjetivo irónico de Borges? Se trata de un poeta llamado Francisco Soto y Calvo. Nacido en 1860, era estanciero –según las diferentes semblanzas biográficas que se pueden consultar en la web, en donde siempre se insiste en su condición terrateniente- y publicó sin demasiado eco poemas de extracción propia, así como traducciones de poetas clásicos y contemporáneos de diversas lenguas: francés, inglés, italiano, portugués. Entre ellos, publicó un Joyario de Poe (1927). Es ese el volumen que, casi con seguridad, Borges tenía a la vista cuando citaba la traducción en su reseña de abril de 1937.
En el libro El humor de Borges (Ediciones de La Urraca, 1991), de Roberto Alifano, el autor de El hacedor se puede encontrar otro comentario, mucho más amplio y más reciente, acerca del trabajo de Soto y Calvo. Dice Borges:

“Involuntariamente, su obra de traductor está llena de disparates y no se la puede ver en otra forma que no sea la del humor. Era el único traductor que traducía del idioma inglés sin conocer inglés, conociendo solamente el idioma castellano. Un caso curioso, ¿no? Soto y Calvo partía de la teoría de que había que traducir palabras, en el mismo orden y con el mismo número de sílabas. Yo le señalé, alguna vez, que esto era imposible. Por lo pronto, las mismas palabras, en el mismo orden, ya presupone una sintaxis similar en los idiomas. En inglés, en alemán o en francés se debe anteponer el sujeto al verbo: en cambio, en castellano no. Por ejemplo, si yo digo ‘llegó un jinete’, ‘un jinete llegó’, es lo mismo; pero en otro idioma no se puede empezar por el verbo. Esto, obviamente, no le importaba para nada a Soto y Calvo. Él sostenía, convencido, que con su sistema se podía traducir correctamente”.

La primera escaramuza entre Borges y Soto y Calvo

Pero aquel artículo de 1937 (cuando ya Soto y Calvo llevaba un año muerto), no era el primero en el que Borges mencionaba en la prensa al traductor. El traductor, que ya tenía 68 años, publicó a mediados de la década del veinte una serie de títulos paródicos en evidente alusión a algunos libros colectivos en los que Borges había participado como poeta relacionado a las vanguardias literarias y a la nueva poesía argentina. No contento con ello, en cada uno de los libros que publicó entre 1926 y 1927 dedicó un poema al objeto de su desafecto, en composiciones siempre tituladas “Jorge Luis Borges”. Escribió, por ejemplo, en uno, adoptando formas verbales modernas en tono caricaturesco:

                “Quizá este extraño gato de arrabales
                Que mayidos buscó sensacionales,
                Errado se imagina
                Que el GENIO pégase con la gomina”.

Aunque no parezca algo típico del Borges que conocemos, éste respondió a los ataques del hombre en una reseña furibunda que hizo del Índice y fe de ratas de la nueva poesía americana de Soto y Calvo, en la revista Síntesis, en setiembre de 1927 (Textos recobrados 1919-1929, Emecé 1997, pág. 316). Por supuesto, lo aplastó:

“Francisco Soto y Calvo —que no alcanzan entre los tres a uno solo— acaba de simular otro libro, no menos inédito que los treinta ya seudopublicados por él y que los cincuenta y siete que anuncia. No exagero: el nunca usado Soto es peligroso detentador de un cajón vacío, en el que cincuenta y siete libros inéditos nos amagan. Todos los géneros literarios, desde el ripio servicial hasta el plagio fiel y erudito, han sido cometidos por este reincidente sin fin”.

Muchos de los comentaristas de esta enemistad intelectual entre Borges y Soto y Calvo citan que aquél solía referirse  a éste en los dichos términos de que no suman uno solo su nombre y su apellido compuesto. La prueba escrita aportada por Sorrentino es concluyente a este respecto: Borges se refirió a él de esa manera, aunque parece ser que también solía usar la misma fórmula para Marcelino Menéndez y Pelayo y José Ortega y Gasset.
Sin embargo, el trabajo literario de Soto y Calvo al parecer generaba la suficiente polémica en los círculos literarios argentinos como para que un año después de la reseña de Borges la revista rosarina La Gaceta del Sur orquestara una encuesta denominada "Cocktail Soto y Calvo", en donde "convocó a la plana joven de los poetas favorecidos por Soto y Calvo [esto es, citados irónicamente por éste en sus versos], solicitando una opinión escrita sobre su empecinado consonanteador", al que calificaban de "fenómeno". Borges fue uno de los que respondió, no sin tirria contra su "enemigo" y la propia voluntad cizañera de la publicación:
           
                 “Me falta la vocación de Juicio Final. Su encuesta, amigos míos, es una no disimulada incitación a los epigramas, quiero decir a los denuestros de carácter atolondrado, aunque de memorable dicción; quiero decir una coalición de silbidos. Así no juego. Responderé con impertinente gravedad. De fenómeno (salvo en la general acepción kantiana de esa palabra) no tiene nada Don Francisco: es de lo más normal y hacendoso que se puede dar. De las bibliotecas continuas que mana incesantemente su pluma, sólo he frecuentado un par de tomos: saludo que si bien no entusiasmó mi curiosidad tampoco puede ser fundamento de un juicio entero. 
                  Arriesgo, sin embargo: Esa su misma intimidad, aunque estéril en productos de belleza, con la literatura, ¿no es acaso merecedora de toda simpatía, de parte de quienes adolecemos del mismo bien?”. (Textos recobrados 1919-1929, Emecé 1997, págs. 394-395)

Según contó el mismo Borges en varias oportunidades, mucho después de las reseñas suyas ya citadas, el autor de Los poetas maullantinos [sic] en el arca de Noé, le solía leer sus traducciones en jornadas que podemos imaginar soporíferas para el ciego, si no fueran inverosímiles luego de aquellos cruces de 1927, precisamente el año de la publicación de las traducciones de Poe. Aun así, haciendo el ejercicio de creerle a un infatuado inventor, una de las traducciones leídas fue la del citado “Al Aaaraaf”. Allí estaba, por supuesto, el imposible: “Ya no brama en la esfera el hórrido Aquilón”. Borges, según le contó a Alifano, en aquella ocasión le hizo notar al hombre que las suyas “no eran las mismas palabras, en el mismo orden y con el mismo número de sílabas” que el original, según mandaba su vociferada preceptiva traductora. Y Soto y Calvo le respondió: “Yo esperaba algo mejor de usted, Borges; el águila vuela muy alto”. El águila era Soto y Calvo, naturalmente.
No hay dudas de que el hombre se tenía en muy alta estima, todavía más teniendo en cuenta que solía ser víctima de las más variadas diatribas de escritores, en los cenáculos literarios y en los medios de prensa. El escritor argentino Fernando Sorrentino es uno de los que más aportó en datos acerca de las relaciones entre el autor de El Aleph y el traductor. En el “El ilimitado don Francisco Soto y Calvo” (2001), y en otros artículos  publicados en la Revista de Traducción El Trujamán del Centro Cervantes Virtual, podemos ver que el traductor consideraba su propio trabajo como un aporte decisivo a la teoría y la práctica de la traducción. Cita Sorrentino lo que el propio Soto y Calvo escribió en la revista argentina Nosotros a fines de 1930 (un año después de la muerte del escritor paraguayo Eloy Fariña Núñez, dicho sea de paso, quien formó parte del directorio de la publicación hasta su fallecimiento, por lo que no hay por qué no suponer que conoció al estanciero poeta):
               
“Conozco suficientemente varios de los idiomas de que traduzco: confuto y comparo textos con una paciencia heroica, y es pasmosa, por lo fácil y ágil, mi comprensión y mi plasmación de la belleza que discierno; además, mi resistencia para el trabajo no es ya de nuestros días, y el placer con que la gozo es casi una especie de enfermedad deliciosa…”
               
La palabra “varios” delata certeramente a Soto y Calvo: no conocía todas las lenguas que traducía. Sus enemigos decían, no sin impiedad, que no conocía ninguna, incluso las más afines al castellano, como la portuguesa.
Sorrentino también escribió, en dos entregas, un artiículo titulado “El plagio fiel y erudito” (en directa referencia a la descripción que Borges hizo acerca de su labor). El artículo reflexiona sobre la traducción que de “The raven” hizo el responsable de Joyario de Poe. Por lo visto, el escritor tenía a la vista un ejemplar de ese libro de 1927, pues cita el prefacio  escrito por Soto y Calvo, además de su versión del célebre poema. En las palabras preliminares, llega a decir, sin rubor alguno:

“Pretendo, sí, no imprimir traducción que no sea mejor que todas las que conozco. Esto es una invitación, para que se me pruebe lo contrario: lo que sería en bien de todos; pues, mi error probado, tendría yo que hacer de nuevo la obra, y ensayaría vencer”.
               
Además, el prolífico traductor daba a publicidad poemas de su autoría, como los citados por la escritora May Lorenzo Alcalá en su artículo “El contra-antólogo de la vanguardia argentina: Francisco Soto y Calvo”, publicada en la revista El Catoblepas en 2008. Es palmaria la intención burlesca de sus versos, y de ahí viene el benévolo rol que Lorenzo Alcalá le asigna en el título de su trabajo. Estos versos, por ejemplo, son de 1925:

                El Error no destierra
                nada en la incierta tierra
                que el Juicio en sabia guerra
                No intente restaurar”.

Y estos de 1931:

                “A pie y en traje somero
                Pues del zambullo es la época.
                Va la tanta de bañistas
                Hacia el ‘Puerto de las Piedras’”.

Lorenzo Alcalá (fallecida en 2011) fue, junto a Sorrentino, quien más ha investigado acerca de la vida y de la obra de Soto y Calvo, aunque este último parece haberse centrado en su affaire con Borges, y a aquélla le haya interesado todos los aspectos de su vida intelectual. (Existe un libro, escrito por Claudio Miguel Ángel Rodríguez, El esplendor perdido, Editorial Dunken, 2012, sobre la relación de Soto y Calvo con su esposa, la pintora María Obligado. Ignoro qué puede aportar dicho volumen sobre el trabajo de traductor de nuestro hombre). Fue Lorenzo Alcalá quien, medio siglo después de recibidas, abrió y ayudó a la catalogación de lo que había en las cajas del legado intelectual del malhadado traductor y poeta, las que los familiares donaron a la Biblioteca Nacional de Argentina, y que nadie se dignó siquiera en revisar desde fines de la década del 30. Hoy ese archivo forma parte del Fondo que lleva su nombre y el inventario de lo que dejó se puede consultar en el sitio web de la institución argentina.

Alejandro Guanes

Conexión paraguaya: Alejandro Guanes y Poe

Casi cincuenta años después del artículo de Borges en El Hogar, en 1984, la psicoanalista y escritora paraguaya Mara Vacchetta Boggino logró entrevistar en Buenos Aires al autor de El Aleph. El 2 de diciembre de 2012, en el Suplemento Cultural del diario Abc Color de Asunción, Vacchetta publicó aquella entrevista (no se consigna en la misma sim entera o parcialmente fue publicada antes). Ella se proponía, según cuenta, leerle poesía paraguaya al escritor –asesorada por el crítico literario paraguayo, residente en la capital argentina, Edgar Valdés- y captar sus opiniones al respecto. Así lo hizo. El último poema leído fue “Las leyendas”, de Alejandro Guanes. Borges, por supuesto, automáticamente captó la estirpe de aquella música que el autor de De paso por la vida había escrito en 1909: “¡Qué bello! Me recuerda a Poe”, le dijo a Vacchetta en aquella oportunidad. Borges, obviamente, había dado en la tecla: la influencia del poeta estadounidense era patente, indisimulable. Su poema estaba escrito a la manera de “Ulalume”, con una semejanza musical, las mismas imágenes lóbregas, la misma atmósfera. Y eso no era casualidad: Guanes había traducido ese mismo poema. Al igual que Soto y Calvo, era traductor de Poe. Borges, en la entrevista, recuerda otra vez el caso del verso de “Al Aaraaf”, como lo había hecho en su conversación con Roberto Alifano. Al parecer, era un recuerdo recurrente en él en aquel tiempo, ya que en una entrevista publicada en el diario Clarín el 19 de junio de 1986 (cinco días después de su muerte), pero realizada por el escritor Ricardo Kunis en 1983, hizo alusión a la misma anécdota que le contó a Alifano y Vacchetta. Con esta última, sin embargo, tuvo una feliz variación de lo que acostumbraba a contar: “La verdad es que era todo horrible: ‘esfera’, ‘brama’, ‘hórrido’, en fin, ¡todo! Solamente se salvan el ‘ya’, el ‘no’, el ‘en’ y el ‘la’”, le dijo a la escritora paraguaya mientras se reía.
El 29 de junio de 2012, el director de la revista Ñ, del diario Clarín, Jorge Aulicino, agregó un episodio más a la saga traductora de Francisco Soto y Calvo, cuya labor –huelga decirlo- es muy difícil consultar en su totalidad al no haber reediciones de su trabajo. Le acercaron a Aulicino la traducción que éste había hecho de nada menos que… ¡la Divina Comedia, de Dante Alighieri! Publicada en 1940, esa traducción era prácticamente desconocida. Pero un ejemplar de aquella edición anotada por Luis Berutti en 1941, un respetado traductor del Infierno, permitió que Aulicino –el último argentino que vertió al castellano la obra, tras la estela ilustre dejada por Bartolomé Mitre, el mismo al que Augusto Roa Bastos le dedica su magistral relato “Frente al frente argentino”- comentara los desatinos de Soto y Calvo en su artículo En todo, el diablo mete la cola, al que le agregó luego una “Nota bene” para el blog del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires. Entre los muchos ejemplos posibles, nada más paradigmático del estilo de traducir de Soto y Calvo que lo que hizo con el que es tal vez el único verso inmodificable de los miles de endecasílabos de Dante, precisamente por intraducible, por enigmáticamente neológico: el “Pappé Satán, pappé Santán, aleppe”, del Canto VII del Infierno. A diferencia de soluciones alternativas, como la de Ángel Crespo (quien encabalgó el verso, pero no lo mutiló), Soto y Calvo obvió directamente la repetición de la célebre interjección dantesca, y lo dejó en un desabrido: “¡Pape Satán! ¡Aleppe!”. Aun así, es lo más cercano a la lucidez traductora a que pudo llegar su versión, según se puede colegir de la exégesis de Aulicino. Eso sin contar, por supuesto, el festín de sinsentidos semánticos que se dio el hombre, introduciendo al mismo Diablo (literalmente) en donde no existía ninguna alusión a él en los versos originales de Dante. “Esto es atroz”, anotó Beruti, al margen de aquella edición rescatada en una librería de viejo de Buenos Aires. Es más que seguro que Borges hubiera secundado ese juicio.
La compilación de estas páginas estuvo insuflada por el curioso aliento de reunir todo lo que a mi mano estuviera disponible en internet acerca de un personaje cuya existencia fantasmal –lo repito: por lo menos para mí- me fue impuesta durante una pesada siesta de domingo. No hay dudas de que aquel aliento tenue generado por mi hija Ámbar, y azuzado por la pesquisa conjunta con Javier Viveros, terminó siendo para mí el soplo de un “hórrido Aquilón” de una, por fin, saciada curiosidad.

Tres divagues breves en torno a Nicanor Parra

A los 80 años. Parra sentado sobre un ataúd.

El cuarto jinete

Chile –es casi un lugar común decirlo, que  hasta dan ganas de dudar de ello– es una tierra de grandes poetas. Los espíritus tutelares de Pablo Neruda, Gabriela Mistral y Vicente Huidobro son convocados, con entusiasmo escolar, siempre que se habla del país andino y su poesía. En cualquier país que se precie –menos en Paraguay, en donde reina un congénito terror al saludable parricidio literario– los poetas, para ser poetas, deben pasar por la prueba de haber aprendido primero la lengua  connotativa de sus padres y madres autoritarios, para después destrozarla con pública fruición mediante la invención de una retórica otra que anule “de una vez por todas y para siempre” la de aquellos. 
Nicanor Parra resumió en unos versos geniales esa tendencia a  nombrar, para dejarlos en mármol, a los “mejores” poetas de Chile. Lo resumió de la única manera que él podía hacerlo: burlándose.  Escribió: “Los cuatro grandes poetas de Chile/ son tres/ Alonso de Ercilla y Rubén Darío”. Los dos nombrados no son chilenos, por supuesto, aunque sentaron las bases de la poesía clásica y de la poesía moderna de Chile.  Y sobre todo no son ni Neruda ni Mistral ni Huidobro. Ni Nicanor Parra, por supuesto, el que se erigiría en el consciente azote universal de la pomposidad nerudiana, de la elefantiásis homérica de la poesía del vate de Isla Negra. Aún así es muy posible –mal que le pese al propio Parra– él ya es el cuarto jinete del apocalipsis poético chileno. 

Poesía en el baño

A estas alturas sabemos que la antipoesía (o el antipoema) por lo menos en el sentido en que lo pensaba Parra, no existe. Existe, sí, el antiNeruda. O existió en su momento, allá por los años cincuenta, los del desbordante y desbordado Canto general. La poesía de Nicanor Parra es tributaria de una retórica otra, como cuando (en la prosa) pensamos que Hemingway es tosco o Faulkner oscuro, siempre y cuando tengamos como modelo  la claridad de, pongamos por caso, Henry James, o el terciopelo  de Ralph Waldo Emerson. A Parra lo que le importaba era no ser Neruda y, a partir de allí, ser todo él un poeta más afín al modelo de los dadaístas insomnes  que el de los estrellados surrealistas  con pose de surrealistas que encarnaba Neruda. Por ello, Parra fue siempre claro: “Poesía poesía todo poesía/ Hacemos poesía/ hasta cuando vamos al baño”.   Él sabe que incluso el mal olor se debe colar en el acto poético. Es un imperativo categórico para el poeta contemporáneo. O si no, no hay quien le crea. Sabe que no hay que andar con vueltas cuando se trata de decir eso que no se dice pero que existe y no vale la pena dejarlo tras bambalinas. Como cuando confiesa que lo que él necesita  “es una María Kodama/ que se haga cargo de la biblioteca/ alguien que quiera fotografiarse conmigo/ para pasar a la posteridad/ una mujer de sexo femenino/ sueño dorado de todo gran creador/ es decir una rubia despampanante/ que no le tenga asco a las arrugas/ en lo posible de primera mano/ cero kilómetro para ser + preciso”. 

La muerte

Nicanor Parra vivió prácticamente toda su infancia y adolescencia a metros de un cementerio. La muerte  le importa una mierda. Convivió con ella cotidianamente. Y con razón ella se ha olvidado de él. Y con razón, como en la foto de su cumpleaños número ochenta que ilustra este texto, no duda en sentarse sobre un ataúd para demostrar que, hasta ahora, ha burlado a la muerte durante cien largos años. Pero no por haberla burlado cínicamente, el tema de la muerte no es algo recurrente en su poesía, como lo es de hecho en casi todos los poetas. “La muerte aparece, en mi poesía como una fuerza motriz”, ha dicho alguna vez. Y en un poema, la muerte aparece en su casa bien borracha. El poeta le abre la puerta, “ella que se le empelota/ y el viejo que se lo enchufa”. Ese   es Nicanor Parra, vivo a los cien años: un viejo poeta  que se coge a la muerte. Y a la muerte le gusta. Mucho.