13/10/12

La guayabera de García Márquez

Estaba por ser las 6.00 de la mañana en Ciudad de México, cuando Gabriel García Márquez se disponía a salir a trotar. Antes de cruzar el umbral de su casa, el teléfono sonó, y el escritor habrá pensado por un segundo no contestar la llamada. Sin embargo, lo hizo. Era el 21 de octubre de 1982, y del otro lado de la línea un amigo lo llamaba desde Estocolmo, Suecia. Tenía la voz atravesada por el júbilo: Gabo acababa de ganar del Premio Nobel de Literatura. 

Desde 1971, cuando lo recibió el inapelable Pablo Neruda, América Latina no había vuelto a conocer a una hija o hijo suyo como galardonado. Con la narrativa precursora del boom, extrañamente, la  Academia Sueca había saldado deudas: sin haber premiado nunca a Jorge Luis Borges, sí lo hizo a Miguel Ángel Asturias, el mismo año en que García Márquez publicó Cien años de soledad, 1967. Pero el Nobel de 1982 fue uno particularmente especial: el escritor colombiano era el símbolo de toda una generación de novelistas geniales desperdigados a lo largo de toda América, que conformaban una especie de cofradía continental, parapetados en la lengua castellana. Y no solo eso: desde los tiempos legendarios de El Quijote, esta lengua no conocía de esponsales magistrales y cervantinos con el género novelístico, como sí conocían otras lenguas. Es decir, la novela en castellano tuvo a García Márquez y los suyos como los grandes actualizadores de ese género, por lo demás profunda y originalmente castellano. Ni los escritores españoles, con sus decimonónicos Pérez Galdós, Clarín y compañía, podían compararse a los Balzac, Stendhal, Flaubert, Dostoievski y demás novelistas de otras literaturas. Hasta la llegada de la troupe de Gabo.
 
El premio a García Márquez de hace exactamente 30 años fue un reconocimiento colectivo como pocas otras literaturas unidas por una misma lengua pueden preciarse de haber recibido a lo largo de la historia del galardón. Los lauros al español Camilo José Cela (de una generación anterior a los del boom) en 1989, y el más reciente al ansioso Mario Vargas Llosa, no hicieron más que confirmar lo que ya la Academia había reconocido en 1982, por lo menos en narrativa. (El poeta Octavio Paz ganó en 1990).

Apenas unos meses antes de aquel telefonazo perentorio que recibió Gabo, su amigo Plinio Apuleyo Mendoza había publicado El olor de la guayaba, una larga entrevista donde el escritor hablaba de su oficio, y de todo lo demás. En un momento dado, Mendoza le preguntó si alguna vez se había puesto frac, a lo que el escritor contestó que nunca. «¿Nunca te lo pondrías? Si llegas a ganar el Premio Nobel tendrías que ponértelo», le espetó Mendoza. En diciembre de aquel mismo año, Gabo estaba en Estocolmo, efectivamente, sin frac: vestía una guayabera, porque América Latina tiene olor a guayaba, mientras lo abrumaban los flashes de los fotógrafos, la pomposidad inaudita de la ceremonia, y decía por lo bajo: «Mierda, esto es como asistir uno a su propio entierro».