Falconer (1977) – John Cheever – Emecé, 2005
Traducción de
Alberto Coscarelli
Comienzo una serie de transcripciones de subrayados de libros, con algunos de este de John Cheever que, según veo anotado en la portada, lo compré de La Gloria, la librería polvorienta de la calle Montevideo, en enero de 2010. En ese mismo enero, fui a Buenos Aires a escuchar a Metallica en River Plate, y llevé la novela para leerla durante el viaje. Cuando llegué a la terminal de Retiro, Cheever ya se había convertido en un clásico para mí, con ese héroe drogón (y fisurado) que es Farragaut, recluido en la prisión llamada Falconer.
“Así era su matrimonio en aquel entonces: no el peldaño más
alto de las escaleras, el rumor de las fuentes italianas, el viento entre los
olivares extranjeros, sino esto: un hombre y una mujer en pelota viva que
hablaban de sus intestinos”. (Pág. 26).
“Farragut era drogadicto y consideraba que la conciencia de
un opiómano era mucho más amplia, más vasta y representativa de la condición
humana que la conciencia de alguien que no fuera adicto. La droga que él necesitaba
era un destilado de la tierra, el aire, el agua y el fuego. Era mortal y su
adicción era un bello símbolo de los límites de su mortalidad”. (Pág. 53).
“Ayer había sido la era de la ansiedad, de ser un don nadie,
y hoy, su mañana, era la del misterio y la aventura del chute. Su generación
era la generación de la adicción”. (Págs. 53-54).
“El miedo a la muerte está para todos nosotros en todas
partes, pero para la gran inteligencia del opiómano se encuentra
maravillosamente reducido en la esencia de las drogas. (…) Las drogas se
vinculaban con la Iglesia. ‘Haced esto en memoria mía y dad gracias al Señor’,
decía el sacerdote, mientras ponía una anfetamina en la lengua del arrodillado”.
(Pág. 55)
“Me han dicho que tenéis programado un numerito de
síndrome de abstinencia- dijo.
-Sí- respondió Pequeñín-. No es idea mía.
No apartó la mirada de las plantillas.
-Sentaos en cualquier mesa vacía. El espectáculo está a
punto de comenzar.
Farragaut había comenzado a sudar por las axilas, el escroto
y la frente. Luego el sudor fluyó por las costillas y le empapó el pantalón. Le
ardían los ojos. Aún podía controlar los porcentajes. Perdería el cincuenta por
ciento de la visión. Cuando el sudor era una riada, comenzó a temblar. El
temblor comenzó por las manos. Se sentó sobre ellas, pero entonces la cabeza
comenzó a menearse. Se levantó. Temblaba. Luego se le disparó el brazo derecho.
Consiguió bajarlo. Se le levantó la rodilla izquierda. La obligó a bajar, pero
se le levantó de nuevo y comenzó a subir y bajar como un pistón. Se tumbó y
comenzó a dar cabezazos contra el suelo, en un intento por conseguir un dolor razonable.
El dolor le daría paz. Cuando comprendió que no podía alcanzar el dolor de esa
manera, comenzó la tremenda lucha por ahorcarse. Lo intentó quince o un millón
de veces antes de conseguir poner la mano sobre la hebilla del cinturón. La
mano se le disparó, y después de mucho bregar, la puso de nuevo sobre la
hebilla y la desabrochó. Después, de rodillas, con la cabeza todavía en el
suelo hasta llegar a la silla, pasó el cinturón por la hebilla para hacer un
lazo y sujetó el cinturón a un clavo en la silla. Intentaba ahorcarse cuando
Chisholm dijo:
-Descolgad a ese pesado y dadle su dosis”. (Págs. 64-65)
“La crema de la generación posfreudiana era drogadicta. El
resto eran aquellas reconstrucciones psiquiátricas que solías ver en el fondo
de las habitaciones menos concurridas en los cócteles. Parecían estar intactos,
pero si los tocabas en el lugar equivocado en el momento erróneo, se
desplomaban en el suelo como un castillo de naipes”. (Pág. 68)
“Había una pintura de
Degas de una mujer con un jarrón de crisantemos que para Farragaut se había
convertido en la representación de la gran serenidad de la ‘madre’”. (Pág. 69)
“Le pareció que había gastado una considerable parte de su
vida y sus energías en esperas, pero esas esperas había sido, ni siquiera
cuando no había aparecido nadie, una absoluta frustración: formaban parte de la
naturaleza del centro de su ser”. (Pág. 118)
“Las mujeres tenían el mayor más gratificante de los
misterios. Había que acercarse a ellas en la oscuridad y algunas veces, pero no
siempre, poseerlas en la oscuridad. Eran una esencia, fortificadas y asediadas,
dignas de conquistar, empapadas con los despojos”. (Pág. 118)
“Cuando, después de una dieta rigurosa y de hablar
continuamente de sus dietas, las encuentras comiéndose una chocolatina en un
aparcamiento, te sientes encantado”. (Pág. 119)
“'Mierda, tío, eres hermoso. Estás prácticamente senil y
aquí dentro no hay mucha luz, pero a mí me pareces muy hermoso’. Vaya mierda,
pensó Farragaut, pero en alguna parte del enorme desierto interior, pareció
crecer una flor y no podía encontrar el capullo y aplastarlo con el tacón. Sabía
que era la frase de una puta, pero le encantaba”. (Pág. 122).
“Las plantas colgantes, pensó Farragaut, eran las preferidas
de los verdaderamente solitarios; hombres y mujeres que, atormentados por la lujuria,
la ambición y la nostalgia, regaban sus plantas colgantes”. (Pág. 169).
“Cuando me quejé de que estuviese follando con todos, me dio
una conferencia sobre que no era una vida fácil. Dijo que chuparse todas las
pollas que había por ahí era una manera de vivir muy solitaria y peligrosa. Me
dijo que hacía falta coraje. (Pág. 210)