Alanis Morissette cumple hoy 41 años. Lo pienso y no puedo creerlo. A mi
me encantaba su música y, sobremanera, me encantaba ella. Sus
movimientos en el escenario (sobre todo los de sus manos), su larguísimo
pelo ondulado, esos dientes grandes en su sonrisa panorámica, me
provocaban una ternura muy sensible para mi adolescencia en los 90.
Nunca olvido que en el último día de 1996, pasaron en la tele su breve
concierto en Hyde Park del 29 de junio de ese año (el mismo día que tocaron
The Who y Eric Clapton), y fue la primera vez que vi (aunque sea por
televisión) un concierto suyo. La adoraba. Yo tenía 15 años, y pasaba
probablemente por la más importante metamorfosis de mi personalidad:
dejé de creer en Dios, había empezado a agrupar unos olvidables poemas
en una carpeta con impresiones hechas en el legendario Word Perfect para
DOS, y estaba enamorado de una chica con la que había soñado todo el
verano y que se había puesto de novia frente a mis ojos con otra
persona. Eran años en los que sufrir era casi un placer necesario,
porque ese ingenuo sufrimiento era provocado por el proceso kafkiano de
convertirnos en un extraño (y orgulloso) insecto para los demás, y a la
vez porque a partir de allí comenzaríamos a ser la aventura definitiva
de lo que hoy somos. Hablo no solo de mi, sino de muchos de mi
generación. Y Alanis, me acuerdo, era una de esas chicas veinteañeras
con cierto espíritu de la Janis Joplin que no conocimos que le habían
puesto música a esos años demasiado artificiales y vacuos del wasmosismo
neoliberal que nos prometía "avanzar" 50 años en 5.
Por eso, desde el anonimato más ignoto, celebro con ella este día.
Por eso, desde el anonimato más ignoto, celebro con ella este día.