23/6/10

Juan Sasturain: Entre la literatura, la historieta y la divulgación

Una de las canciones del quíntuple disco El Salmón, del infatigable Andrés Calamaro, se llama “Revistas”. En ella, se rinde homenaje a las publicaciones de la mítica editorial Columba, que editó lo mejor de la historieta argentina (no sería del todo equívoco decir, simplemente, de la historia argentina... en cuadritos) durante 4 décadas en sus revistas. En una de las líneas de la canción, el músico canta: “Soy Or Grund, soy Nippur de Lagash, Savarese y Jackaroe”. Cuatro personajes de cómics que fascinaron a Calamaro, como maravillaron la imaginación de miles y miles de niños, jóvenes y adultos argentinos. Cuatro personajes creados por un solo hombre: Robin Wood. Es a este hombre a quien el escritor, periodista y guionista argentino, Juan Sasturain, vino a entrevistar a fines de mayo pasado, para su programa de televisión “Continuará…”, del estatal canal de cable educativo Encuentro, donde desgrana la trayectoria histórica del cómic en la Argentina. Minutos antes de que tomara su vuelo de vuelta a Buenos Aires, lo abordé en el aeropuerto, nos sentamos en un café y charlamos, mientras él tomaba vino tinto y se mesaba la barba de vez en cuando.

—¿Robin Wood ya es un clásico, tiene ya influencia en otros su forma de hacer historietas?
—Robin ha marcado toda una época y una zona de la historieta argentina, la que podemos denominar la zona de la historieta de aventuras más popular de la Argentina de la última mitad del siglo XX, desde mediados de los 60 (cuando comienza a trabajar), hasta mediados de los 90 (cuando la editorial Columba, sorpresivamente, dejó de publicar sus revistas). Durante todo ese periodo Robin Wood es una figura central, de un tipo de revista y de un tipo de público mayoritario, popular; ese ha sido siempre el público de Robin, un público muy consistente y muy seguidor. Hay que tener en cuenta que uno de sus legados más importantes es el hecho de que ha sido y sigue siendo absolutamente prolífico…

—Con una galería impresionante de personajes…
—¡Es el típico creador popular con una facilidad de producción prácticamente desconocida! Hay poca gente que ha trabajado como él y, sobre todo, con el nivel de calidad que él ha mantenido. Porque en esta forma de la literatura popular también es frecuente, por distintas razones, la pérdida de nivel. También le pasó a él, no todo es igual, no todo es parejo. ¡Pero tiene un estándar muy alto! Y sobre todo una altísima variedad de registros.

—Además de guionista de historietas, es escritor y periodista. ¿Cómo lleva eso?
—Tenés que tener en cuenta que yo me formé en el campo de la literatura. Fui adolescente y universitario antes de la revolución de los militares, y paulatinamente también empecé a escribir en la ficción y trabajé en el periodismo, todas las cosas que hacemos aquellos que queremos vivir de la escritura. Tengo una docena de libros, además de los de historietas.

—Hablando de literatura, hace un tiempo leí un artículo suyo en el que recordaba su experiencia de conocer a Juan Carlos Onetti, bastante traumática, pues por poco lo echa de su casa en Madrid…
—Sobre Onetti tengo varias anécdotas escritas, es un autor que todos los escritores latinoamericanos lo tenemos en el podio de los más grandes. Si nombramos cinco, uno es Onetti. Puede estar Borges, puede estar Roa, puede estar Rulfo, puede estar Cortázar, pero Onetti seguro que está. Lo último que escribí sobre él es a partir de un libro bastante flojo que escribió Vargas Llosa (El viaje a la ficción). La lectura suya, de un hombre que por sobre todas las cosas es sumamente inteligente, muy hábil y buen escritor (no hay que negar eso), es una lectura pobre. Porque no puede evitar tratar de arrastrar a Onetti para su molino ideológico. Es una lectura pobre la de él: la idea de la fantasía, la idea de los sueños, de la ilusión de los personajes onettianos, la contraposición entre la realidad sórdida y esos sueños que los motivan, aunque sean sueños condenados al fracaso, asimilar eso a una lectura histórico-política de América Latina me parece una torpeza. Onetti viene por otro lado.
Además, yo he contado alguna vez la anécdota de cuando lo fui a visitar. Fue una visita en que me pasó lo que nos pasa a todos cuando estamos muy emocionados por conocer a alguien al que admiramos mucho. En la oportunidad me tocó, en el año 86, ir por primera vez a Europa. Entonces, habían retomado una nueva versión de la revista Crisis, que fue una revista importante en los años 70, y Osvaldo Soriano era uno de los responsables. Querían recuperar a todos los grandes colaboradores y escritores latinoamericanos que tuvo antes. Entonces me dicen: “Andá a Madrid, llévale las revistas a Onetti”. Fui, con una cartita de Soriano…
Justo aquí se interrumpe la entrevista para ser retomada en otra dimensión espacio-tiempo. El motivo: una hermosa mujer camina y camina al lado de nuestra mesa, con la impaciencia por su café aún no servido. Tiene las piernas largas, hechiceras. Se sienta a unos metros y por fin salimos del conjuro: “Una maravilla. Le hemos hecho el homenaje que se merece con nuestro silencio”, me dice Sasturain, y yo ya no sabía dónde estaba. La anécdota de Onetti termina (lo contó en un artículo de Página 12, el 11 de octubre de 2006, titulado “El maestro tan temido”) cuando Sasturain es recriminado por el uruguayo por lo que anteriormente “hicieron” con su relato “Las mellizas”: una versión en historieta hecha por el mismo Sasturain. El viejo lo desarmó a nuestro entrevistado con su fría lógica perversa del rencor. Yo, aturdido, pregunté por otro lado:

—Ya que mencionó a Roa hace un rato, ¿lo conoció?
—No tuve la oportunidad de conocerlo, nunca me lo crucé. Lo escuché una vez en una Feria del Libro, pero como cuando uno va a de espectador a escuchar hablar a alguien. Pero nunca personalmente. Justo hoy estábamos hablando con Robin sobre Roa y Yo el Supremo. ¡Es impresionante! Todos los que somos escritores, vos escribirás también, cuando se encuentran con un emprendimiento literario de esa envergadura, con una tarea tal, sabemos de lo que se trata… Hay cierta tarea literaria que es la diferencia entre una carrera de 100 metros y una maratón. Uno sabe, cuando es escritor, que encarar una maratón, encarar un texto literario que te va a llevar 5, 7, 10 años, es una tarea de aliento que tiene momentos oscuros, difíciles, complicados, donde el talento requiere un empuje y una capacidad de visión muy amplios. Eso define, entre otras cosas, a los escritores grandes. No todos los escritores que trabajan con formas grandes, son grandes escritores; pero cuando uno bueno encara una tarea de ese tipo, es una cosa admirable.

—Benedetti decía, hablando de Yo el Supremo, algo así como que lo más impresionante en la novela es que Roa se haya propuesto escribirla y encima lo consiga.
—¡Exacto! ¡Es eso! Benedetti lo dijo mucho mejor que yo (risas). La tarea es digna de la grandeza. Como los Cantos, de Ezra Pound, te pueden gustar o no, pueden estar bien o no, ¡pero la tarea! O Macedonio Fernández escribiendo una novela que nunca empieza. La manera de entrarle al lenguaje, de entrarle al tema, es admirable en Yo el Supremo. Los que estamos en estas cosas sabemos de los huevos que hay que tener para eso.

—Es un gran escritor de cuentos sobre fútbol. Año de Mundial… ¿Qué reflexión le merece el fútbol en sí y su relación con la literatura?
—En nuestros países el fútbol ocupa, en muchos de nosotros, un lugar importante en nuestras cabezas. No es que a los escritores de antes no les interesara el fútbol, siempre han sido hinchas del fútbol. Lo que ha cambiado en la actualidad son dos cosas: en primer lugar, el concederse el permiso de escribir sobre aquello que te interesa, porque no era políticamente correcto escribir sobre fútbol, tanto por izquierda como por derecha; culturalmente estaba descalificado: por derecha, porque era cosa de “negros”; por izquierda, porque era una alienación. Estaba en el campo de lo popular irracional, aquello que no merecía atención. El permitirse escribir sobre eso ha tenido que ver con todo un proceso reivindicativo de la cultura popular, que se da ya desde los años 70. Es empezar a considerar la cultura como algo más que los libros y las bellas artes. Todo lo que hacemos, lo que genera el pueblo, lo que generamos nosotros también es cultural, y merece la atención, porque allí hay significados, hay valores, tiene que ver con los géneros marginales de producción literaria. Entonces, entre otras cosas, el fútbol es parte de nuestra cultura cotidiana. Después podemos discutir todo: lo que tiene de alienación, de enfermedad, de negocio, de estupidez, de violencia, lo que vos quieras. Pero no podemos negar la identidad que tiene. Cuando uno, un lunes, verifica que su estado de ánimo es distinto de acuerdo a si su equipo ha ganado o no, evidentemente hay algo importante ahí. Creo que la cosa va por ahí. Y hemos tenido la suerte de tener algunos grandes escritores que se han arrimado al tema. Hemos tenido la suerte de que (Eduardo) Galeano escriba, de que (Juan) Villoro escriba, de que (Roberto) Fontanarrosa escriba, de que tantos otros escriban.
Apagué el grabador. En una mesa contigua, sus tres compañeros de programa lo esperaban con el almuerzo. “No hay nada que no me caiga bien en este tipo”, me dije. “Le encantan la literatura, la historieta, el fútbol, las mujeres y el vino”. ¡Qué más puede pedir un entrevistador que esas hermosas complicidades!

Saramago: Cuando la otra margen es la que importa

«Há quem leve a vida inteira a ler sem nunca ter conseguido ir mais além da leitura, ficam pegados á página, não percebem que as palavras são apenas pedras postas a atravesar a corrente de um rio; se estão ali é para que possamos chegar á outra margem; a outra margem é que importa.»
José Saramago, A Caverna

No es nuevo esto de morirse durante un Mundial de Fútbol. Hace 24 años, un 14 de junio, Jorge Luis Borges fallecía en Ginebra (Suiza), dos días antes de que Argentina eliminara a Uruguay en los octavos de final de México 86, lo cual puede ser considerado como el último gesto de irónico desprecio por parte del autor de Ficciones hacia un deporte que aborrecía. Ayer por la mañana temprano, mientras miraba el partido entre Alemania y Serbia por el Mundial de Sudáfrica 2010, recibí la noticia infausta en el teléfono celular, la misma frasecita fatídica de cuando murió Kurt Vonnegut, hace unos años atrás: “Perdió Saramago”.

“Entraré en la nada y me disolveré en ella”, había dicho el escritor hace cinco años, para demostrar que la muerte le tenía sin cuidado, lejos de Dios, de promesas paradisiacas y amenazas infernales. Aún así, su muerte golpea a la literatura de cualquier lengua, mucho más a la portuguesa, de la que sin duda era su más grande prosista. Pocas veces se ha visto un caso como el suyo: recién cincuentenario empezó a publicar con regularidad, aunque solo con setenta años comenzaría a ser real y justamente conocido. “Comunista hormonal”, como alguna vez se definió, toda la obra de Saramago se suspende en el trapecio de los dilemas éticos en un mundo que no desconoce, por supuesto, la obtusa calamidad, pero tampoco la bella inocencia edénica. Es decir, en su manera de encarar la literatura, de poner en ella a la vida, Saramago concilió una sui generis versión del materialismo dialéctico de Marx con las parábolas fantásticas de Kafka. Aún así, en su obra no suele reconocerse la impronta marxista (ver la influencia del materialismo antropológico del Marvin Harris de Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enigmas de la cultura en El evangelio según Jesucristo). La huella kafkiana es más visible y visibilizada por los críticos (leer Todos los nombres).

Pero en lo que me parece se resume el legado que deja este narrador con dotes de brujo es en su construcción de un tipo de lector comprometido, crítico, superando incluso la artificiosa dicotomía cortaziana del lector pasivo vs. lector activo (que tan pésimamente llamó “lector hembra” y “lector macho”). Saramago exige de quien lo lea un compromiso que es de índole política, pero no del tipo que los execradores de lo ideológico suponen, con hipocresía posmoderna: la literatura consiste en encontrarle un sentido a la vida que vaya más allá de las propias palabras, que se acerque más a esa otra margen de la realidad que vivimos aparentemente y, por qué no, luego de comprenderla, la transforme. La literatura de Saramago -cuando cuenta a un Jesús humano y herético, hace votar en blanco a todo un país como forma de protesta, enceguece a una ciudad para que vea mejor sus miserias, etc.- pide un lector crítico, espera por uno que no necesariamente cumpla el sueño eterno de la revolución, pero que se anime a llegar a esa margen que está del otro lado de la superficie y del mero entretenimiento. Saramago quiere (y ha formado) un lector con ideas. No en vano una gran cantidad de jóvenes encuentran en su obra un atractivo especial: plantea preguntas, siempre.

Hoy él está en esa otra margen de la realidad que absoluta e inevitablemente desconocemos. La margen del río cuyo misterio indescifrable, probablemente, quiso conjurar con su literatura. Sabemos, sus lectores todos, que lo logró.