23/12/09

Bukowski, nacido en la poesía

El hombre se levanta, aturdido por el alcohol. En el otro extremo de la habitación hay una máquina de escribir que parece vieja y en desuso, excepto porque hasta ella va el hombre, arrastrando los pies como un gigante cuyas alas baudelerianas no le dejan caminar. “El acto creativo se realiza aquí, en esta máquina, justo aquí”, dice el hombre, golpeando las teclas. Mira de reojo a la cámara, con cierta cólera de quien se ha visto espiado en lo más íntimo de su ser, y pregunta: “¿Ves esta puta cosa?”. Él mismo contesta, con un dejo de orgullo y rabia: “Ahí es donde se hace”. ¿Qué es lo que ahí se hace, en esa máquina de escribir en aparente reposo, en una habitación oscura de un edificio anónimo de Los Ángeles? La literatura-vida de Charles Bukowski, esa que se puede ver en Born into this (2003), documental de John Dullaghan.
Luego de siete años de investigación, recopilación y edición, Dullaghan presentó al público una película de casi dos horas de duración sobre la vida del ácido poeta norteamericano. Yo no me había enterado de su existencia, hasta que leí una nota en el suplemento cultural del diario El Mercurio, de Chile, que un buen amigo tuvo la gentileza de traerme de Santiago. Las interminables praderas digitales de Internet hicieron el resto para que pudiera verla, en una madrugada regada de cerveza, como corresponde al caso.
Bukowski era ya a mediados de los setenta un conocido vociferante del underground de Los Ángeles, sobre todo desde las sesentistas “Notas de un viejo indecente”, en las páginas del Open City y el L. A. Free Press, dos periódicos de modesta tirada, hoy recordados más bien por haber albergado su pluma. De hecho, en 1969, Bukowski hizo una selección de esos escritos y en el prólogo escribió: “…sólo soy un viejo con algunas historias sucias. Que escribe para un periódico que, como yo, podría morir mañana por la mañana”. Pero hubo un momento en esos promediados años setenta cuando Bukowski pasó de ser un minoritario autor de culto a ser una verdadera insignia de la contracultura estadounidense. El poeta y editor Lawrence Ferlinghetti tenía en San Francisco una editorial, City Lights, que se había pasado los años sesenta dando a conocer libros de autores beat, como Aullido, de Allen Ginsberg. Bukowski desembarcó en el libérrimo San Francisco para dar su primer gran recital en el Poet’s Theather, de su editor Ferlinguetti. Unas setecientas personas aullantes lo esperaban y festejarían cada sílaba leída como si de un orador político se tratara: el poeta había abandonado las sombras y encarnaba una pública forma (poética) de hacer política, la de tocarle la oreja con un atizador al imperio. Un atizador hecho de palabras. Es ese el punto de partida del emotivo documental de Dullaghan.
El filme cuenta con una serie de entrevistas a amigos, editores, parejas de Bukowski. Además se puede escuchar a, por ejemplo, Bono y Sean Penn hablar de cuánto han influido en ellos su obra, o al oscuro Tom Waits develar su tan previsible como inevitable admiración por el escritor. Los testimonios de mujeres con quienes salía, como Linda Lee, dan datos y anécdotas de primera mano. Pero, definitivamente, lo que hace de este documental algo poderoso y único es la posibilidad de ver y escuchar al propio Bukowski desgranando su extraña lucidez alcohólica. Hay momentos cumbre: su lenta caminata por el barrio, mientras de fondo se lo escucha leer el poema que da nombre al documental; cuando confiesa que la violencia a que era sometido por su padre fue su mejor formación literaria; cuando lee el poema “La ducha” y de repente se quiebra y llora ante el recuerdo de quien inspiró esos versos; cuando, durante una entrevista de televisión concedida en su propia casa, recrimina a Linda Lee su inapetencia por estar exclusivamente a su lado y le da una patada al tiempo de amenazarla con contratar a “un abogado judío” para echarla a la calle.
Hay ciertos pasajes en donde uno siente que Bukowski es una especie de animal de circo. Todos a la espera del espectáculo que pueda dar el poeta denso y jodido. Pero en realidad, es la lógica extrema, absolutamente sensata y honesta del propio Bukowski la que invade la vida nuestra y nos interpela sobre la valentía del “gesto del que se traga una espina para ararse el corazón”, como decía un poema escondido en una novela de Miguel Ángel Asturias.
Bukowski
escribe para los que habitamos en el sótano oscuro de ese edificio abandonado que es este tiempo”, escribió Enrique Symns, el señor de los venenos argentino, escritor, conspicuo bebedor como el norteamericano y antiguo monologuista en presentaciones de bandas como Los Redondos y Bersuit Vergarabat. Es probable que Symns tenga toda la razón. Algo de eso se siente cuando Bukowski aporrea la máquina de escribir y enuncia su pertenencia al duro e infernal oficio de escribir. No es fácil encender una vela en un sótano para mejor ver nuestra propia cara muerta de miedo y miseria. Borracho y todo, Bukowski lo hizo, lejos de todo dramatismo vacuo, con muchísimo y necesario cinismo. “Disculpadme, ustedes tienen mi alma y yo tengo su dinero”, dice en uno de sus recitales. Disculpado totalmente: el alma de Bukowski no tiene precio.

El borgiano hombre de las noticias

Mañana de un sábado estival de 1999. Aula de la Facultad de Filosofía, de la Universidad Católica de Asunción. Enfrente, el poeta Jacobo Rauskin habla, gesticula, sostiene sus anteojos con una mano y con la que le sobra traza en la pizarra su letra alborotada: está analizando el poema “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”, de Jorge Luis Borges; pondera los fieros marineros de cigarros eternos, ponderados a su vez por el mismo Borges. Estoy en un curso sobre el autor de Ficciones, realizado en el año de su centenario. Minutos antes, había llegado con cierta inseguridad, propia de quienes detestan entrar por primera vez a un aula desconocida llena de gente desconocida, excepto por mis amigos, borgianos impenitentes, Carlos Bazzano y Javier Viveros. Desde el fondo del aula, de repente, surge una voz que pregunta algo, doy media vuelta y aparece un rostro conocido: es el conductor de televisión Mario Ferreiro, curioso de no sé qué arista semántica de la poesía de Borges. Una pura sorpresa. “¿Un borgiano en la televisión?”, nos preguntamos con inocultable desconfianza.
Esta semana, diez años después de aquel curso, ese borgiano de la televisión presentó El tranvía, su primer libro de cuentos, un género que en alguna que otra ocasión le ha permitido cierto reconocimiento en certámenes literarios. En el prólogo, el mismo Ferreiro reconoce el influjo de Borges —ineludible a estas alturas, aunque no se note—, pero también el de Charly García, Chico Buarque, Joaquín Sabina y otros. Son siete relatos escritos con una prosa precisa, telegráfica cuando tiene que serlo, levemente retórica cuando debe. Herencias de un ejercicio periodístico que el autor conoce muy bien.
El cuento que da nombre al volumen es un implacable retablo, no exento de ironía y nostalgia, de la juventud pequeñoburguesa y antidictatorial de los años setenta, con sus sueños redentores hechos a la medida de una heroicidad acaso más turística que otra cosa, aun cuando el camino esté sembrado de buenas intenciones. El “Proyecto Manhattan” es, aun cuando la anécdota no termina de afirmarse, una interesante postal austeriana de Nueva York, con fondo de Bob Dylan e imágenes de Woody Allen. “La última oportunidad” y “El mar y la ausencia” tienen protagonistas históricos: el Mariscal López, en el primero, y Stroessner, en el segundo. El autor sale bien parado en la cita con estos difíciles personajes. López suda dignidad y rabia en el encuentro de 1866 con Mitre, en Yataity Corá; Stroessner, marchito y ceniciento, días después del golpe del 89, y en su dorado exilio brasileño, sigue pensando que el teléfono sonará con el recado de “su pueblo” pidiendo su regreso al poder. “Estrella fugaz”, con un certero epígrafe de Los Redondos (“Yo sé que hay caballos que se mueren potros sin galopar”), es de lo mejor del libro: la historia del rápido ascenso y descenso de Tommy Bolin, guitarrista norteamericano de rock (que a mediados de los 70 llegó a suplantar al mítico Ritchie Blackmore en Deep Purple), muerto de una sobredosis de heroína a los 25 años, con un paraguayo como testigo y narrador.
Los escenarios, los temas y los referentes de Ferreiro vienen, por suerte, del lado oscuro de su generación, que es como decir del lado oscuro de todas las generaciones. Es una de las pocas maneras de escribir un libro honesto contigo mismo. Además de escribir un buen libro, como éste, el del borgiano hombre de las noticias.