Treinta y cinco años en la historia de un país de doscientos es
de por sí ya un buen trecho de tiempo. Pero cuando esas más de tres décadas
estuvieron marcadas por un Estado en trance de modernizarse a palos a mediados
de la década del 50 del siglo pasado, luego de verse asaltado una y otra vez
por una clase dirigente con los peores resabios del caudillismo decimonónico, y
signadas por la violencia de un régimen autocrático y celoso de su represivo
poder modernizador, ese periodo de tiempo es aún más decisivo. Porque deja
marcas profundas, heridas, cicatrices.
La dictadura stronista, es justo decirlo, entendió la palabra
cultura a su manera, y aunque lo que se llama hoy política cultural pareció
estar ausente de su programa, ello no debe engañar empujándonos a creer que no
tuvo su propio sello en el ámbito. “Propuso” una forma de encarnar la cultura
que es casi su antítesis: buscó el inmovilismo en la tradición, en lo
malentendido como folclórico, en un arte que se creía popular en el sentido más
apático del término. Una cultura alejada de lo liberador, en suma.
Mientras tanto, los sectores que desde el mismo origen de la
carrera totalitaria de Alfredo Stroessner mantuvieron una postura política y
cultural crítica a su régimen entendieron que, aun cuando su quehacer no fuera
pretendidamente de choque con lo oficial sino una simple afirmación de otra
identidad más compleja y rica, la resistencia a la dictadura y a su agenda inmovilista
era inevitable. Una ilustrativa muestra: en 1954, el mismo año del golpe que
catapultaría al poder a Stroessner, surge públicamente y por primera vez una
generación que en el ámbito de las artes plásticas habría de encarnar a lo
largo de la segunda mitad del siglo XX la modernización del discurso artístico,
en franco enfrentamiento muchas veces con el discurso oficial.
El mismo hecho de que Epifanio Méndez Fleitas, uno de los que
en un primer momento hizo todo porque Stroessner se consolidara en el poder
para rápidamente ser traicionado por éste y convertirse en su acérrimo opositor
desde el destierro, encarnara en su carácter de músico tradicionalista la
hegemonía que iría a exiliar al culto compositor y director de orquesta Carlos
Lara Bareiro, por lo demás comunista, es una muestra más de esa intolerancia
propia del régimen hacia sentidos otros, dinámicos, del hecho cultural.
En ese contexto, desde la década del 50 a la del 80, todas
las expresiones artísticas y pensantes se encontraron siempre en la necesidad
de mostrarse desde la resistencia, que no pocas veces rehuía lo político llano
y directo. El teatro aportó sus presos y sus héroes civiles; la música, la
literatura y el periodismo también los tuvieron. El actor Emilio Barreto estuvo
preso más de una década; la música de José Asunción Flores estaba proscripta;
Jorge Canese aportó un título de su obra como uno de los libros expresamente
prohibidos por la dictadura; varios periodistas fueron perseguidos y
encarcelados en el ejercicio de su deber de informar y formar con la verdad,
por consignar solo algunos ejemplos. Y así cientos de creadores y creadoras, que militaron desde la cultura
por un Paraguay que no se desangrara real y simbólicamente en la ignorancia.
Algunos fueron desaparecidos, otros murieron en el exilio y
muchos otros siguen hoy en el país y fuera de él sosteniendo la trabajosa
memoria de un tiempo en que pensar era un verbo peligroso, o más asazmente
peligroso que en la actualidad. Lo cual es una conquista inocultable y
orgullosa de todos.
La cultura genuina siempre registra, documenta, testimonia,
aun inconscientemente, esos tiempos críticos en que la vida consiste en jugarse,
precisamente, la vida. Ese gesto heroico, ejemplar, con todas sus
contradicciones y contingencias propias del momento histórico en que le tocó
surgir, sigue siendo actual y necesario.
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