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Augusto Céspedes |
En 1936, luego de haber sido corresponsal en la Guerra del Chaco, el escritor boliviano Augusto Céspedes escribió el mejor libro de cuentos que conozco sobre la contienda entre Paraguay y Bolivia: Sangre de mestizos. Superior a cualquier libro que sobre el tema se haya escrito en Paraguay, sin dudas. A ese libro, que escenifica el horror de la guerra desde el punto de vista boliviano (que es como decir desde el punto de vista paraguayo, porque todos los horrores son el horror), le debe muchísimo el Augusto Roa Bastos de Hijo de hombre. A este cuento en particular, "El pozo", lo que le adeuda el capítulo "Misión" del libro de Roa es, por momentos, demasiado... Aunque Roa logró una épica del dolor y del amor insuperables en ese texto. En 1994, el paraguayo publicó su novela "Contravida". En ella, deja escrita su deuda con el escritor boliviano que moriría tres años después. Nunca leí nada que Céspedes haya dicho del préstamo temático... Dice Roa Bastos, y quien quiera creer que lo crea:
"El rumor popular quiso que Cristóbal Jara pudiera zafarse con vida de ese entierro y que fuera después un héroe más entre los camioneros del Chaco que llevaban el agua a los frentes de combate y que permitieron ganar la guerra de la sed.
Apoyado en ese rumor escribí la historia imaginaria y romántica de Cristóbal y Salu'í, que se inspiró en el trágico relato narrado por el gran escritor boliviano Au gusto Céspedes, que fue también un héroe en la guerra.
En la posterior reconciliación de los dos pueblos her manos, Céspedes vino como embajador a Asunción.
Le conocí en las tertulias de la embajada. Hombre admirable. Duro como el hierro. Nacionalista fanático en su país bolivariano, una especie de Tíbet aymara y castizo, más cerrado aún que Paraguay, en sus mesetas y cumbres andinas.
Le pedí autorización para usar el argumento de su relato, uno de los más hermosos de la literatura latinoa mericana.
Me miró hondamente, apoyado en su muleta de lisia do de guerra.
—Las historias del sufrimiento humano no tienen dueño —dijo—. Nadie ha escrito algo sobre eso por pri mera vez."
Soy el suboficial boliviano Miguel Navajo y me encuentro en el hospital de Tarairí, recluido desde hace 50 días con avitaminosis beribérica, motivo insuficiente según los médicos para ser evacuado hasta La Paz, mi ciudad natal y mi gran ideal. Tengo ya dos años y medio de campaña y ni el balazo con que me hirieron en las costillas el año pasado, ni esta excelente avitaminosis me procuran la liberación.
Entretanto me
aburro, vagando entre los numerosos fantasmas en calzoncillos que son los
enfermos de este hospital, y como nada tengo para leer durante las cálidas
horas de este infierno, me leo a mí mismo, releo mi Diario. Pues bien,
enhebrando páginas distintas, he exprimido de ese Diario la historia de un pozo
que está ahora en poder de los paraguayos.
Para mí ese pozo
es siempre nuestro, acaso por lo mucho que nos hizo agonizar. En su contorno y
en su fondo se escenificó un drama terrible en dos actos: el primero en la
perforación y el segundo en la sima. Ved lo que dicen esas páginas:
Verano sin agua.
En esta zona de Chaco, al norte de Platanillos casi no llueve, y lo poco que
llovió se ha evaporado. Al norte, al sur, a la derecha o a la izquierda, por
donde se mire o se ande en la transparencia casi inmaterial del bosque de leños
plomizos, esqueletos sin sepultura condenados a permanecer de pie en la arena
exangue, no hay una gota de agua, lo que impide que vivan aquí los hombres de
guerra. Vivimos, raquíticos, miserables, prematuramente envejecidos los árboles, con más ramas que hojas, y los
hombres, con más sed que odio.
Tengo a mis
órdenes unos 20 soldados, con los rostros entintados de pecas, en los pómulos
costras como discos de cuero y los ojos siempre ardientes. Muchos de ellos han
concurrido a las defensas de Aguarrica y del Siete (Kilómetro Siete, camino
Saavedra‑Alihuata, donde se libró la
batalla del 10 de Noviembre), de donde sus heridas o enfermedades los llevaron
al hospital de Muñoz y luego al de Ballivián. Una vez curados, los han traído por el lado de Platanillos,
al II Cuerpo de Ejército. Incorporados al regimiento de zapadores a donde fui
también destinado, permanecemos desde hace un semana aquí, en las proximidades
del fortín Loa, ocupados en abrir una picada. El monte es muy espinoso,
laberíntico y pálido. No hay agua.
17 de enero
Al atardecer,
entre nubes de polvo que perforan los elásticos caminos aéreos que confluyen
hasta la pulpa del sol naranja, sobredorando el contorno del ramaje anémico,
llega el camión aguatero.
Un viejo camión,
de guardafangos abollados, sin cristales y con un farol vendado, que parece
librado de un terremoto, cargado de toneles negros, llega. Lo conduce un chofer
cuya cabeza rapada me recuerda a una tutuma. Siempre brillando de sudor, con el
pecho húmedo, descubierto por la camisa abierta hasta el vientre.
‑La cañada se va secando ‑anunció
hoy‑.
La ración de agua es menos ahora para el
regimiento.
‑ A mí no más, agua los soldados me van a
volver ‑ha añadido el ecónomo que le acompaña.
Sucio como el
chofer, si éste se distingue por la camisa, en aquél son los pantalones
aceitosos que le dan personalidad. Por lo demás, es avaro y me regatea la
ración de coca para mis zapadores. Pero alguna vez me hace entrega de una
cajetilla de cigarrillos.
El chofer me ha
hecho saber que en Platanillos se piensa llevar nuestra División más adelante.
Esto ha motivado
comentarios entre los soldados. Hay un potosino Chacón, chico, duro y obscuro
como un martillo, que ha lanzado la pregunta fatídica:
‑¿Y habrá agua?
‑Menos
que aquí ‑le han respondido.
‑¿Menos que aquí? ¿Vamos a vivir del aire como las carahuatas?
Traducen los
soldados la inconsciencia de su angustia, provocada por el calor que aumenta,
relacionando ese hecho con el alivio que nos niega el liquido obsesionante.
Destornillando la tapa de un tonel se llena de agua dos latas de gasolina, una
para cocinar y otra para beberla y se va el camión. Siempre se derrama un poco
de agua al suelo, humedeciéndolo, y las bandadas de mariposas blancas acuden
sedientas a esa humedad.
A veces yo me
decido a derrochar un puñado de agua, echándomelo sobre la nuca, y unas
abejitas, que no sé con qué viven, vienen a enredarse entre mis cabellos.
21 de enero
Llovió anoche.
Durante el día el calor nos cerró como un traje de goma caliente. La refracción
del sol en la arena nos perseguía con sus llamaradas blancas. Pero a las 6
llovió. Nos desnudamos y nos bañamos, sintiendo en las plantas de los pies el
lodo tibio que se metía entre los dedos.
25 de enero
Otra vez el calor.
Otra vez este flamear invisible, seco, que se pega a los cuerpos. Me parece que
debería abrirse una ventana en alguna parte para que entrase el aire. El cielo
es una enorme piedra debajo de la que está encerrado el sol.
Así vivimos,
hacha y pala al brazo. Los fusiles quedan semienterrados bajo el polvo de las
carpas y somos simplemente unos camineros que tajamos el monte en línea recta,
abriendo una ruta, no sabemos para qué, entre la maleza inextricable que
también se encoge de calor. Todo lo quema el sol. Un pajonal que ayer por la
mañana estaba amarillo, ha encanecido hoy y está seco, aplastado, porque el sol
ha andado encima de él.
Desde las 11 de
la mañana hasta las 3 de la tarde es imposible el trabajo en la fragua del
monte. Durante esas horas, después de buscar inútilmente una masa compacta de
sombra, me echo debajo de cualquiera de los
árboles, al ilusorio amparo de unas ramas que simulan una seca anatomía
de nervios atormentados.
El suelo, sin la
cohesión de la humedad, asciende como la muerte blanca envolviendo los troncos
con su abrazo de polvo, empañando la red de sombra deshilachada por el ancho
torrente del sol. La refracción solar hace vibrar en ondas el aire sobre el
perfil del pajonal próximo, tieso y p álido como un cad áver.
Postrados,
distensos, permanecemos invadidos por el sopor de la fiebre cotidiana, sumidos
en el tibio desmayo que aserrucha el chirrido de las cigarras, interminable
como el tiempo. El calor, fantasma transparente volcado de bruces sobre el
monte, ronca en el clamor de las cigarras. Estos insectos pueblan todo el
bosque donde extienden su taller invisible y misterioso con millones de
ruedecillas, martinetes y sirenas cuyo funcionamiento aturde la atmósfera en
leguas y leguas.
Nosotros, siempre
al centro de esa polifonía irritante, vivimos una escasa vida de palabras sin
pensamientos, horas tras horas, mirando en el cielo incoloro mecerse el vuelo
de los buitres, que dan a mis ojos la impresión de figuras de pájaros
decorativos sobre un empapelado infinito.
Lejanas, se
escuchan, de cuando en cuando, detonaciones aisladas.
1 de febrero
El calor se ha
adueñado de nuestros cuerpos, identificándolos como de polvo, sin nexo de
continuidad articulada, blandos, calenturientos, conscientes para nosotros sólo
por el tormento que nos causan al transmitir desde la piel la presencia sudosa
de su beso de horno. Logramos recobrarnos al anochecer. Abandónase el día a la
gran llamarada con que se dilata el sol en un último lampo carmesí, y la noche
viene obstinada en dormir, pero la acosan las picaduras de múltiples gritos de
animales: silbidos, chirridos, graznidos, gama de voces exóticas para nosotros,
para nuestros oídos pamperos y montañeses.
Noche y día.
Callamos en el día, pero las palabras de mis soldados se despiertan en las
noches. Hay algunos muy antiguos, como Nicolás Pedraza, vallegrandino que está
en el Chaco desde 1930, que abrió el camino a Loa, Bolívar y Camacho. Es
palúdico, amarillo y seco como una caña hueca.
-Los
pilas haigan venido por la picada de Camacho, dicen ‑manifestó el potosino Chacón.
‑Ahí sí que no hay agua ‑informó Pedraza, con autoridad.
‑Pero
los pilas siempre encuentran. Conocen el monte más
que nadies ‑objetó José Irusta, un paceño áspero, de pómulos afilados y ojillos oblicuos que estuvo en los combates
de Yujra y Cabo Castillo.
Entonces un
cochabambino a quien apodan el Cosñi, replicó:
‑Dicen
no más, dicen no más...
¿Y a ese pila que le encontramos en el
Siete muerto de sed cuando la cañada estaba
ahicito, mi Sof?...
-Cierto
‑he
afirmado‑. También a otro,
delante del Campo lo hallamos envenenado por comer tunas del monte.
‑De
hambre no se muere. De sed sí que se muere. Yo he visto en el pajonal del Siete
a los nuestros chupando el barro la tarde del 10 de noviembre.
Hechos y palabras
se amontonan sin huella. Pasan como una brisa sobre el pajonal sin siquiera
estremecerlo.
Yo tengo otras
cosas que anotar.
6 de febrero
Ha llovido.
Los árboles parecen nuevos. Hemos tenido
agua en las charcas, pero nos ha faltado pan y azúcar porque el camión de
provisiones se ha enfangado.
20 de febrero
Nos trasladan 20 kilómetros más adelante. La picada que
trabajamos ya no será utilizada, pero abriremos otra.
18 de febrero
El chofer descamisado ha traído la mala noticia:
‑La cañada se acabó. Ahora
traeremos agua desde "La China".
26 de febrero
Ayer no hubo agua.
Se dificulta el transporte por la distancia que tiene que recorrer el camión.
Ayer, después de haber hacheado todo el día en el monte, esperamos en la picada
la llegada del camión y el último lampo del sol ‑esta
vez rosáceo‑ pintó los rostros terrosos de mis soldados sin que viniese por el
polvo de la picada el rumor acostumbrado.
Llegó el aguatero
esta mañana y alrededor del turril se formó un tumulto de manos, jarros y
cantimploras, que chocaban violentos y airados. Hubo una pelea que reclamó mi intervención.
1 de marzo
Ha llegado a este
puesto un teniente rubio y pequeñito, con barba crecida. Le he dado el parte
sobre el número de hombres a mis órdenes.
‑En la
línea no hay tres soldados. Debemos buscar
pozos.
‑En
"La China" dicen que han abierto pozos.
‑Y han
sacado agua.
‑Han
sacado.
‑Es
cuestión de suerte.
‑Por
aquí también,
cerca de "Loa" ensayaron abrir unos pozos.
Entonces Pedraza
que nos oía ha informado que efectivamente, a unos cinco kilómetros de aquí,
hay un "buraco", abierto desde época inmemorial, de pocos metros de
profundidad y abandonado porque seguramente los que intentaron hallar agua
desistieron de la empresa. Pedraza juzga que se podría cavar "un poco
más".
2 de marzo
Hemos explorado
la zona a que se refiere Pedraza. Realmente hay un hoyo, casi cubierto por los
matorrales, cerca de un gran palobobo.
El teniente rubio
ha manifestado que informará a la Comandancia, y esta tarde hemos recibido
orden de continuar la excavación del buraco, hasta encontrar agua. He destinado
8 zapadores para el trabajo. Pedraza, Irusta, Chacón, el Cosñi, y cuatro indios
más.
II
2 de marzo
El buraco tiene
unos 5 metros de diámetro y unos 5 de profundidad. Duro como el cemento es el
suelo. Hemos abierto una senda hasta el hoyo mismo y se ha formado el
campamento en las proximidades. Se trabajará todo el día, porque el calor ha
descendido.
Los soldados,
desnudos de medio cuerpo arriba, relucen como peces. Víboras de sudor con
cabecitas de tierra les corren por los torsos. Arrojan el pico que se hunde en
la arena aflojada y después se descuelgan mediante una correa de cuero. La
tierra extraída es obscura, tierna. Su color optimista aparenta una fresca
novedad en los bordes del buraco.
10 de marzo
12 metros. Parece
que encontramos agua. La tierra extraída es cada vez más húmeda. Se han
colocado tramos de madera en un sector del pozo y he mandado construir una
escalera y un caballete de palomataco para extraer la tierra mediante polea.
Los soldados se turnan continuamente y Pedraza asegura que en una semana más
tendrá el gusto de invitar al General X "a soparse las argentinas en aguita
del buraco"
22 de marzo
He bajado al
pozo. Al ingresar, un contacto casi sólido va ascendiendo por el cuerpo.
Concluida la cuerda del sol se palpa la sensación de un aire distinto, el aire
de la tierra. Al sumergirse en la sombra y tocar con los pies desnudos la
tierra suave, me baña una gran frescura. Estoy más o menos a los 18 metros de
profundidad. Levanto la cabeza y la perspectiva del tubo negro se eleva sobre
mí hasta concluir en la boca por donde chorrea el rebalse de luz de la
superficie. Sobre el piso del fondo hay barro y la pared se deshace fácilmente
entre las manos. He salido embarrado y han acudido sobre mí los mosquitos,
hinchándome los pies.
30 de marzo.
Es extraño lo que
pasa. Hasta hace 10 días se extraía barro casi líquido del pozo y ahora
nuevamente tierra seca. He descendido nuevamente al pozo. El aliento de la
tierra aprieta los pulmones allá adentro. Palpando la pared se siente la
humedad, pero al llegar al fondo compruebo que hemos atravesado una capa de
arcilla húmeda. Ordeno que se detenga la perforación para ver si en algunos
días se deposita el agua por filtración.
12 de abril
Después de una
semana el fondo del pozo seguía seco. Entonces se ha continuado la excavación y
hoy he bajado hasta los 24 metros. Todo es obscuro allá y sólo se presiente con
el tacto nictálope las formas del vientre subterráneo. Tierra, tierra, espesa
tierra que aprieta sus puños con la muda cohesión de la asfixia. La tierra
extraída ha dejado en el hueco el fantasma de su peso y al golpear el muro con
el pico me responde con un toctoc sin eco que m ás bien me golpea el pecho.
Sumido en la
obscuridad he resucitado una pretérita sensación de soledad que me poseía de
niño, anegándome de miedosa fantasía cuando atravesaba el túnel que perforaba
un cerro próximo a las lomas de Capinota donde vivía mi madre. Entraba
cautelosamente, asombrado ante la presencia casi sexual del secreto terrestre,
mirando a contraluz moverse sobre las grietas de la tierra los élitros de los
insectos cristalinos. Me atemorizaba llegar a la mitad del túnel en que la gama
de sombra era más densa pero cuando lo pasaba y me hallaba en rumbo acelerado
hacia la claridad abierta en el otro extremo, me invadía una gran alegría. Esa
alegría nunca llegaba a mis manos, cuya epidermis padecía siempre la
repugnancia de tocar las paredes del túnel.
Ahora, la
claridad ya no la veo al frente, sino arriba, elevada e imposible como una
estrella. ¡Oh!...
La carne de mis manos se ha habituado a todo, es casi
solidaria con la materia terráquea y no conoce la repugnancia...
28 de abril
Pienso que hemos
fracasado en la búsqueda del agua. Ayer llegamos a los 30 metros sin hallar
otra cosa que polvo. Debemos detener este trabajo inútil y con este objeto he
elevado una "representación" ante el comandante de batallón quien me
ha citado para mañana.
29 de abril.
‑Mi
capitán ‑le he dicho al
comandante- hemos llegado a los 30 metros y es imposible que salga el agua.
‑Pero
necesitamos agua de todos modos- me ha respondido.
‑Que ensayen en otro sitio ya también ps, mi Capitán.
‑No,
no. Sigan no más abriendo el mismo. Dos pozos de
30 metros no darán agua. Uno de 40 puede darla.
‑Sí, mi Capitán.
‑Además, tal vez ya estén cerca.
‑Sí, mi Capit án.
‑Entonces,
un esfuerzo m ás. Nuestra gente se muere de sed.
No muere, pero
agoniza diariamente. Es un suplicio sin merma, sostenido cotidianamente con un
jarro por soldado. Mis soldados padecen, dentro del pozo, de mayor sed que
afuera, con el polvo y el trabajo, pero debe continuar la excavación.
Así les notifiqué
y expresaron su impotente protesta, que he procurado calmar ofreciéndoles a
nombre del comandante mayor ración de coca y agua.
9 de mayo
Sigue el trabajo.
El pozo va adquiriendo entre nosotros una personalidad pavorosa, substancial y
devoradora, constituyéndose en el amo, en el desconocido señor de los
zapadores. Conforme pasa el tiempo, cada vez más les penetra la tierra mientras
más la penetran, incorporándose como por el peso de la gravedad al pasivo
elemento, denso e inacabable. Avanzan por aquel camino nocturno, por esa
caverna vertical, obedeciendo a una lóbrega atracción, a un mandato inexorable
que les condena a desligarse de la luz, invirtiendo el sentido de sus
existencias de seres humanos. Cada vez que los veo me dan la sensación de no
estar formados por células de polvo, con tierra en las orejas, en los párpados,
en las cejas, en las aletas de la nariz, con los cabellos blancos, con tierra
en los ojos, con el alma llena de tierra del Chaco.
24 de mayo
Se ha avanzado
algunos metros más. El trabajo es lentísimo: un soldado cava adentro, otro
desde afuera maneja la polea, y la tierra sube en un balde improvisado en un
turril de gasolina. Los soldados se quejan de asfixia. Cuando trabajan, la
atmósfera les aprensa el cuerpo. Bajo sus plantas y alrededor suyo y encima de
sí la tierra crece como la noche. Adusta, sombría, tenebrosa, impregnada de un
silencio pesado, inmóvil y asfixiante, se apitona sobre el trabajador una masa
semejante al vapor de plomo, enterrándole de tinieblas como a gusano escondido
en una edad geológica, distante muchos siglos de la superficie terrestre.
Bebe el liquido tibio y denso de la caramañola que se
consume muy pronto, porque la ración, a pesar de ser doble "para los del
pozo" se evapora en sus fauces, dentro de aquella sed negra. Busca con los
pies desnudos en el polvo muerto la vieja frescura de los surcos que él cavaba
también en la tierra regada de sus lejanos valles agrícolas, cuya memoria se le
presenta en la epidermis.
Luego golpea,
golpea con el pico, mientras la tierra se desploma, cubriéndole los pies sin
que aparezca jamás el agua. El agua, que todos ansiamos en una concentración mental
de enajenados que se vierte por ese agujero sordo y mudo.
5 de junio
Estamos cerca de
los 40 metros. Para estimular a mis soldados he entrado al pozo a trabajar yo
también. Me he sentido descendiendo en un sueño de caída infinita. Allá adentro
estoy separado para siempre del resto de los hombres, lejos de la guerra,
transportado por la soledad a un destino de aniquilación que me estrangula con
las manos impalpables de la nada. No se ve la luz, y la densidad atmosférica
presiona todos los planos del cuerpo. La columna de obscuridad cae
verticalmente sobre mí y me entierra, lejos de los oídos de los hombres.
He procurado
trabajar, dando furiosos golpes con el pico, en la esperanza de acelerar con la
actividad veloz el transcurso del tiempo. Pero el tiempo es fijo e invariable
en ese recinto. A1 no revelarse el cambio de las horas con la luz, el tiempo se
estanca en el subsuelo con la negra uniformidad de una cámara obscura. Esta es
la muerte de la luz, la raíz de ese
árbol enorme que crece en las noches y apaga el cielo enlutando la
tierra.
16 de junio
Suceden cosas
raras. Esa cámara obscura aprisionada en el fondo del pozo va revelando
imágenes del agua con el reactivo de los sueños. La obsesión del agua está
creando un mundo particular y fantástico que se ha originado a los 41 metros,
manifestándose en un curioso suceso en ese nivel.
El Cosñi Herbozo
me lo ha contado. Ayer se había quedado adormecido en el fondo de la cisterna,
cuando vio encender una serpiente de plata. La cogió y se deshizo en sus manos,
pero aparecieron otras que comenzaron a bullir en el fondo del pozo hasta
formar un manantial de borbollones blancos y sonoros que crecían, animando el
cilindro tenebroso como a una serpiente encantada que perdió su rigidez para
adquirir la flexibilidad de una columna de agua sobre la que el Cosñi se sintió
elevado hasta salir al haz alucinante de la tierra.
Allá, oh
sorpresa! vio todo el campo transformado por la invasión del agua. Cada árbol se convertía en un surtidor. El pajonal
desaparecía y era en cambio una verde laguna donde los soldados se bañaban a la
sombra de los sauces. No le causó asombro que desde la orilla opuesta
ametrallasen los enemigos y que nuestros soldados se zambullesen a sacar las
balas entre gritos y carcajadas. El solamente deseaba beber. Bebía en los
surtidores, bebía en la laguna, sumergiéndose en incontables planos líquidos
que chocaban contra su cuerpo, mientras la lluvia de los surtidores le mojaba
la cabeza. Bebió, bebió, pero su sed no se calmaba con esa agua, liviana y
abundantemente como un sueño.
Anoche el Cosñi
tenía fiebre. He dispuesto que lo trasladen al puesto de sanidad del
Regimiento.
24 de junio
El Comandante de
la División ha hecho detener su auto al pasar por aquí. Me ha hablado,
resistiéndose a creer que hayamos alcanzado cerca de los 45 metros, sacando la
tierra balde por balde con una correa.
‑Hay
que gritar, mi Coronel, para que el soldado salga cuando ha pasado su turno ‑le
he dicho.
Más tarde, con
algunos paquetes de coca y cigarrillos, el Coronel ha enviado un clarín.
Estamos, pues,
atados al pozo. Seguimos adelante. Más bien, retrocedemos al fondo del planeta,
a una época geológica donde anida la sombra. Es una persecución del agua a
través de la masa impasible. Más solitarios cada vez, más sombríos, obscuros
como sus pensamientos y su destino, cavan mis hombres, cavan, cavan atmósfera,
tierra y vida con lento y átono cavar de gnomos.
4 de julio
¿Es que en realidad
hay agua?... ¡Desde el sueño del Cosñi todos la encuentran! Pedraza ha contado
que se ahogaba en una erupción súbita del agua que creció más alta que su
cabeza. Irusta dice que ha chocado su pica contra unos témpanos de hielo y
Chacón, ayer, salió hablando de una gruta que se iluminaba con el frágil
reflejo de las ondas de un lago subterráneo.
¿Tanto dolor,
tanta búsqueda, tanto deseo, tanta alma sedienta acumulados en el profundo
hueco originan esta floración de manantiales?...
16 de julio
Los hombres se
enferman. Se niegan a bajar al pozo. Tengo que obligarlos. Me han pedido
incorporarse al Regimiento de primera línea. He descendido una vez más y he
vuelto, aturdido y lleno de miedo. Estamos cerca de los 50 metros. La atmósfera
cada vez más prieta cierra el cuerpo en un malestar angustioso que se adapta a
todos sus planos, casi quebrando el hilo imperceptible como un recuerdo que ata
el ser empequeñecido con la superficie terrestre, en la honda obscuridad
descolgada con peso de plomo. La tétrica pesantez de ninguna torre de piedra se
asemeja a
la sombría gravitación de aquel cilindro de aire cálido y
descompuesto que se viene lentamente hacia abajo. Los hombres son cimientos. El
abrazo del subsuelo ahoga a los soldados que no pueden permanecer más de una
hora en el abismo. Es una pesadilla. Esta tierra del Chaco tiene algo de raro,
de maldito.
25 de julio
Se tocaba el
clarín ‑obsequiado por la División
en la boca de la cisterna para llamar al trabajador cada hora. Cuchillada de luz
debió ser la clarinada allá en el fondo. Pero esta tarde, a pesar del clarín,
no subió nadie.
‑¿Quién está
adentro? ‑pregunté.
Estaba Pedraza.
Le llamaron a
gritos y clarinadas:
-¡¡¡Tararííí!!!... ¡¡¡Pedrazaaaa!!!
‑Se habrá
dormido...
‑O
muerto ‑añadí
yo, y ordené que bajasen a verlo.
Bajó un soldado y
después de largo rato, en medio del círculo que hacíamos alrededor de la boca
del pozo, amarrado de la correa, elevado por el cabrestante y empujado por el
soldado, ascendió el cuerpo de Pedraza, semiasfixiado.
29 de julio
Hoy se ha
desmayado Chacón y ha salido, izado en una lúgubre ascensión de ahorcado.
4 de septiembre
¿Acabará esto
algún día?... Ya no se cava para encontrar agua, sino por cumplir un designio
fatal, un propósito inescrutable. Los días de mis soldados se insumen en la
vorágine de la concavidad luctuosa que les lleva ciegos, por delante de su
esotérico crecimiento sordo, atornillándoles a la tierra.
Aquí arriba el
pozo ha tomado la fisonomía de algo inevitable, eterno y poderoso como la guerra.
La tierra extraída se ha endurecido en grandes morros sobre los que acuden
lagartos y cardenales. A1 aparecer el zapador en el brocal, transminado de
sudor y de tierra, con los párpados y los cabellos blancos, llega desde un
remoto país plutoniano, semeja un monstruo prehistórico, surgido de un aluvión.
Alguna vez, por decirle algo, le interrogo:
‑Siempre
nada, mi Sof.
Siempre nada,
igual que la guerra... Esta nada no se acabará jamás!
1 de octubre
Hay orden de
suspender la excavación. En siete meses de trabajo no se ha encontrado agua.
Entretanto el
puesto ha cambiado mucho. Se han levantado pahuichis y un puesto de Comando de
batallón. Ahora abriremos un camino hacia el Este, pero nuestro campamento
seguirá ubicado aquí.
El pozo queda también aquí, abandonado, con
su boca muda y terrible y su profundidad sin consuelo. Ese agujero siniestro es
en medio de nosotros siempre un intruso, un enemigo estupendo y respetable,
invulnerable a nuestro odio como una cicatriz. No sirve para nada.
III
7 de diciembre (Hospital Platanillos).
¡Sirvió para algo, el pozo maldito!...
Mis impresiones
son frescas porque el ataque se produjo el día 4 y el 5 me trajeron aquí con un
acceso de paludismo.
Seguramente algún
prisionero capturado en la línea, donde la existencia del pozo era legendaria,
informó a los pilas que detrás de las posiciones bolivianas había un pozo.
Acosados por la sed, los guaraníes decidieron un asalto.
A las 6 de la mañana
se rasgó el monte, mordido por las ametralladoras. Nos dimos cuenta de que las
trincheras avanzadas habían sido tomadas, solamente cuando percibimos a 200
metros de nosotros el tiroteo de los pilas. Dos granadas de stoke cayeron
detrás de nuestras carpas.
Armé con los
sucios fusiles a mis zapadores y los desplegué en línea de tiradores. En ese
momento llegó a la carrera un oficial nuestro con una sección de soldados y una
ametralladora y los posesionó en línea a la izquierda del pozo, mientras nosotros
nos extendíamos a la derecha. Algunos se protegían en los montones de tierra
extraída. Con un sonido igual al de los machetazos las balas cortaban las
ramas. Dos ráfagas de ametralladoras abrieron grietas de hachazos en el
palobobo. Creció el tiroteo de los pilas y se oía en medio de las detonaciones
su alarido salvaje, concentrándose la furia del ataque sobre el pozo. Pero
nosotros no cedíamos un metro, defendiéndolo ¡COMO SI REALMENTE TUVIESE AGUA!
Los cañonazos
partieron la tierra, las ráfagas de metralla hendieron cráneos y pechos, pero
no abandonamos el pozo, en cinco horas de combate.
A las 12 se hizo
un silencio vibrante. Los pilas se habían ido. Entonces recogimos los muertos.
Los pilas habían dejado cinco y entre los ocho nuestros estaban el Cosñi,
Pedraza, Irusta y Chacón, con los pechos desnudos, mostrando los dientes
siempre cubiertos de tierra.
El calor,
fantasma transparente echado de bruces sobre el monte, calcinaba troncos y
meninges y hacía crepitar el suelo. Para evitar el trabajo de abrir sepulturas
pensé en el pozo.
Arrastrados los
trece cadáveres hasta el borde fueron pausadamente empujados al hueco, donde
vencidos por la gravedad daban un lento volteo y desaparecían, engullidos por
la sombra.
‑¿Ya no hay más?...
Entonces echamos
tierra, mucha tierra adentro.
Pero, aun así,
ese pozo seco es siempre el más hondo de todo el Chaco.
Augusto Céspédes
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