Popular. Kanafani está presente en las paredes de Palestina. |
Por Gassan Kanafani
Ellos nos alinearon en dos filas en los márgenes de la
carretera de Ramallah a Jerusalén.
Mandaron a todo el mundo a levantar los brazos. Cuando un soldado judío se dio cuenta
que mi madre quedó delante de mí para protegerme de aquel sol caliente de
julio, él me empujó violentamente con la mano hasta el medio de la carretera
polvorienta. Ordenó que me quedase
equilibrado sobre un solo pie y con las manos sobre la cabeza.
Yo tenía nueve años.
Acababa de ver, cuatro horas antes, la llegada de los judíos a Ramallah. Parado en medio del
asfalto gris, vi como revisaban a las personas en busca de joyas, que eran
arrancadas brutalmente. Había
algunas mujeres soldados que actuaban como los hombres, pero con mayor
agresividad y convicción. Mi madre
me miraba, llorando en silencio.
Yo quería poder decirle que me sentía bien, que el sol no me hacia
ningún mal, como ella parecía estar creyendo.
Yo era el único niño que había sufrido. Mi padre murió antes del inicio de los
acontecimientos. Mi hermano mayor
fue preso en la toma de Ramallah. Yo
sabía, entonces, lo que representaba para mi madre. Hoy sería posible imaginar lo que sería de ella si yo no me
hubiese quedado a su lado cuando fuimos a Damasco. Allí, yo me ganaría la vida vendiendo periódicos por la
mañana en los paraderos del ómnibus.
El sol comenzaba a minar la resistencia de los viejos y de
las mujeres. Gritos, protestas y
lamentos venían de todos lados.
Observaba varios rostros que ya me había acostumbrado a ver por las
calles de Ramleh. Ese recuerdo me inspiraba una
tristeza difícil de definir. Nunca
voy a poder explicar el escalofrío extraño que sentí al ver a una de las
muchachas judías empujar, riendo,
la barba de mi tío Abu Othman.
El no era mi tío de verdad: era el barbero de Ramallah y también cumplía las funciones de
médico en la ciudad. Todos
gustaban de Abu Othman y le dieron el apodo de “tío” para mostrar el respeto
que le tenían. Ahora estaba parado
allí, apretando junto al cuerpo a su hija menor, la pequeña Fátima, que miraba
a la judía con sus grandes ojos negros.
- ¿Es
su hija?.
Él movió la cabeza, medio inquieto. Sus ojos tenían un fulgor sombrío. Con toda la simpleza del mundo, la
judía levantó su ametralladora hacia la cabeza de Fátima. La pequeña continuaba mirándola con los
ojos negros llenos de pavor.
Un soldado judío llegó justo en ese instante. La escena le había llamado la atención
y se colocó delante de mí, impidiendo mi visión de lo que siguió.
Oí tres balas sucesivas zumbando. Lo que pude ver al seguir fue el rostro de Abu Othman crispado
por un sufrimiento atroz. La
cabeza de Fátima se inclinó al frente.
Gruesas gotas de sangre escurrían de sus cabellos, derramadas sobre el
sol ardiente.
Algunos minutos después. Abu Othman pasó a mi lado, cargando con sus viejos brazos el
cuerpo de Fátima. Estaba callado y
miraba apenas para el frente, con una especie de calma metálica,
asustadora. Él pasó sin
verme. Noté como su espalda estaba
arqueada mientras avanzaba entre las dos filas hasta la primera curva. Mi mirada se volvió y se detuvo sobre
su mujer, que se había caído al
suelo. Vi cómo ella puso sus manos
en el rostro y explotó en sollozos.
Un soldado judío llegó cerca de ella y pidió que se
levantase. Ella no obedeció. Pensó que había llegado al último grado
de desesperación.
Esta vez pude ver claramente, con mis propios ojos, lo que
ocurría. El soldado la empujó con
el pie y ella se acostó de espaldas.
Tenía la cara roja. El
soldado colocó la punta del fusil sobre su pecho y disparó una única bala.
Luego, el vino en mi dirección. Pidió con voz tranquila que levantase el pie que había
puesto en el suelo sin percibir.
Obedecí y me llevé dos bofetadas.
Él limpió la mano manchada con mi sangre en mi camisa. Sentí un enorme cansancio e hice fuerza
para encontrar a mi madre a lo lejos, entre las otras mujeres. Ella tenía los brazos erguidos bien
encima de la cabeza. Lloraba en
silencio. Cuando nuestras miradas
se cruzaron, ella sonrió suavemente, entre las lágrimas. Un dolor terrible cortaba mi pierna que
se doblaba sobre mi peso. Intenté
devolverle la sonrisa triste como para decir que las bofetadas no me habían
dolido, que todo estaba bien y que lo más importante era no lamentarse, o
actuar como Abu Othman.
Él pasó otra vez cerca de mí. Al verlo, abandoné
mis pensamientos. Volvía a
su lugar sin mirarme. Al llegar
cerca del cadáver de su mujer, se detuvo.
Sólo veía su cuerpo de espaldas, doblado, las ropas ensopadas de
sudor. Podía imaginar su rostro
vacío, silencioso y mojado por la transpiración.
El se agachó para cargar el cuerpo. Muchas veces vi a su mujer sentada
delante de la tienda esperando que él acabase de almorzar, para volver con la
marmita a la casa. Él pasó, por
tercera vez, delante de mí, cansado, con el sudor inundando el rostro
arrugado. Pasó cerca de mí,
siempre sin verme, y vi otra vez su dorso encorvado entre las dos filas de
prisioneros, que ahora ya no lloraban.
El silencio, de repente, envolvió a las mujeres y a los
viejos. Fue como si los recuerdos
de Abu Ohtman penetrases por los huesos de todos. Recuerdos que él acostumbraba a contar a todos los hombres
de Ramallah cuando conversaban en las sillas de la barbería. Recuerdos que ahora henchían todos los
pechos y se infiltraban subterráneamente en los huesos, para corroerlos como
ácido.
Era una persona muy querida. Confiaba en todo y en todos, y más aún, en él mismo. Comenzó de la nada y, cuando la
revolución de la Montaña de Fuego lo empujó a Ramallah, volvió al punto de
partida. Recomenzó, entonces, a
trabajar duro, siempre útil como una planta fecundada por la tierra fértil de Ramallah. Consiguió la estima y el
afecto de los habitantes de la ciudad, cuando comenzó la última guerra de
Palestina, vendió todo lo que tenía para comprar armas, que distribuía entre
los parientes, pidiéndoles que cumpliesen con su deber. La barbería se transformó en depósito
de armas y municiones. Él nunca
pidió nada a cambio de sus sacrificios.
Todo lo que deseaba era ser enterrado en el bello cementerio de la
ciudad, a la sombra de los árboles frondosos. Los hombres de Ramallah sabían que Abu Othman esperaba ser
enterrado allí cuando llegase el día.
A mí alrededor, los rostros cubiertos de sudor reflexionaban
el peso de los recuerdos. Yo
miraba a mi madre, parada allí con los brazos levantados, el cuerpo erecto,
como si no sintiesen ningún cansancio.
Inmóvil como una estatua de plomo, ella seguía a Abu Othman con los
ojos. Doble un poco la cabeza para
ver al “tío”, que ahora estaba delante de un soldado judío. Él dijo alguna cosa y después apuntó a
su barbería. Luego fue andando,
solo, en dirección a ella. Volvió
luego, trayendo una sábana blanca que usó para envolver el cuerpo de su
mujer. Retornó entonces, con ella
en los brazos, su marcha rumbo al cementerio.
Volví a verlo un poco después, viniendo en nuestra dirección
con el caminar muy pesado, el cuerpo aún muy encorvado, los brazos cansados
pendulando a lo largo del cuerpo.
Se aproximó lentamente a mí.
Había envejecido mucho. Su
rostro tenía el color del polvo.
Jadeaba. Sobre su pecho se
mezclaban trazos de sangre y barro.
Se paró a mi lado y quedó encarándome como si yo fuese un
desconocido. Permaneció un poco
allí, parado en medio de la carretera, sobre aquel terrible sol de julio,
cubierto de polvo, mojado con sudor, sus labios agrietados y la boca, donde la
sangre se secaba, entreabierta.
Continuó mirándome por un tiempo.
Tuve la impresión de ver en sus ojos un mundo de cosas que me
perturbaban sin que yo pudiese llegar a comprenderlas. Él retomó su camino, paso a paso, el
aliento cortado. Cuando llegó a su
lugar, se detuvo dio vuelta el rostro hacia la carretera y levantó los brazos
bien alto.
No fue posible enterrar a Abu Othman como él siempre había
soñado. Él entró en el escritorio
del comandante judío para un interrogatorio. Cuando colocó los pies allá adentro, todos oyeron una
pavorosa explosión. El edificio
entero se destruyó y el cuerpo de Abu Othman desapareció entre los escombros.
Más tarde, mi madre contó, mientras caminábamos por las
montañas rumbo a Jordania, lo que había sucedido. Abu Othman, al entrar a la barbería antes de enterrar a su
mujer, no había regresado solamente con la sábana blanca.