3/11/14

Revuelta racial y los editores: Una anécdota de Ben Bradlee



En la oficina. Bradlee en los años de Watergate.

En junio de 1949 cubrí las revueltas raciales que sucedieron en Anacostia, junto con Jack London (llamado así por el gran novelista), que durante el día estudiaba derecho y trabajaba como periodista para el Washington Post por la noche. El Washington Post fue el único periódico que las calificó de revueltas raciales. Pasando por encima de los cadáveres de Bradlee y London insistió en llamarlas "incidentes", "disturbios" o "manifestaciones". El conflicto surgió por ver quién podía nadar en qué piscinas públicas. Había seis piscinas de este tipo en el distrito de Columbia, todas ellas bajo jurisdicción del Departamento de Interior. Tres eran piscinas sólo para blancos (incluyendo la de Anacostia) y tres sólo para negros. Fue mi primer encuentro con la segregación real. En Washington, el Star y el News usaban todavía el término "de color" para referirse a los negros, tuviera o no algo que ver la raza del individuo con la noticia. En el Washington Post, la regla era no mencionar nunca la raza de una persona, a menos que fuera necesario para hacer la historia inteligible. Utilizábamos el término "negro" en ese caso; las palabras "black" o "afroamericano" no habían nacido todavía.
Una pandilla de jóvenes, pertenecientes a las secciones de Filadelfia y Nueva York de lo que quedaba del Partido Progresista de Henry Wallace, había decidido que la integración en las piscinas públicas de verano de Washington podía ser un proyecto que valiera la pena durante el periodo veraniego. Y, dicho y hecho, habían estado acudiendo, en el sofocante calor de las dos últimas semanas de junio, acompañados de jóvenes negros. En una ocasión, seis chicos negros se las habían arreglado para zambullirse brevemente en una de las piscinas blancas, hasta que empezaron a abuchearles y a salpicarles unos cincuenta blancos. Los salvavidas estaban pidiendo que se les relevara del trabajo, temiendo que se produjeran desórdenes que, fueran incapaces de controlar. La muchedumbre era cada vez más numerosa y los ánimos se estaban caldeando. Los periódicos —el Washington Post incluido— estaban muertos de miedo con aquella historia. Tenían miedo de decir la verdad y de las revueltas que, casi con seguridad, estallarían; y, al mismo tiempo, tenían miedo de no decir la verdad y arriesgar su honor y su reputación.
La segregación racial era una realidad en Washington, en pleno siglo XX. Los restaurantes podían negar legalmente la entrada a los negros y lo hacían rutinariamente. La Prensa apenas se ocupaba de la comunidad negra, incluido el Washington Post, que con Russ Wiggins y Ben Gilbert había sido el pionero en cubrir esta controvertida cuestión. Era norma no cubrir incidentes cuando implicaban a negros. Al poco de haber empezado a trabajar, recuerdo haber escuchado a través de la radio de la policía la descripción de un delito, y al preguntarle al redactor jefe de local de la noche si quería que fuera a cubrirlo, me contestó: “Bah, no. Es un asunto de negros”. Una de las más preciadas posesiones de un fotógrafo del Washington Post de aquella época era una foto en la que él estaba en cuclillas, con la cúpula del Capitolio al fondo, sosteniendo la cabeza de un hombre negro que acababa de suicidarse tirándose bajo un tranvía. La foto la había tomado otro fotógrafo de local. Nunca apareció ningún artículo sobre la muerte de aquel hombre, que había ocurrido a plena luz del día en la avenida Pennsylvania.
A las tres de la tarde del 28 de junio la radio de la policía transmitió una “llamada de emergencia” en Anacostia, y London y yo corrimos a cubrirlo. Durante las seis horas siguientes fuimos testigos de una verdadera batalla campal entre blancos y negros en la explanada que rodeaba la piscina. La policía montada del parque paseaba sus caballos arriba y abajo, en la tierra de nadie que se extendía entre las facciones enfrentadas. Las dos partes iban armadas con porras de fabricación casera, algunas con clavos incrustados que sobresalían. Oleadas de blancos disolvían periódicamente a la multitud para ahuyentar a los blancos a los que responsabilizaban de la situación por querer que se integraran las piscinas, o para acorralar a los negros. Estos iban detrás de los blancos que se quedaban aislados, allí donde pudieran encontrarlos. En total, había alrededor de cuatrocientas personas involucradas, divididas a partes iguales entre las dos razas. Al menos veinte polis trataban de controlar la revuelta, y había más preparados en la reserva.
London y yo nos dividimos por grupos. Lo cubrimos como si fuéramos corresponsales de guerra, metidos hasta la piel en la acción. Enviábamos las crónicas a la mesa —al redactor jefe de local de día y al equipo de edición— por teléfono cada media hora. Cuando cayó la noche y se dispersó la multitud volvimos a la redacción, sabiendo que teníamos entre manos una noticia de primera, conscientes de que habíamos cubierto un acontecimiento importante. En el taxi, nos preguntábamos qué otra cosa podría haber ocurrido en el mundo que nos impidiera abrir la primera página, al menos en la primera edición. 

El libro. Bradlee publicó sus memorias en 1995.
Nos lanzamos sobre el periódico en el momento en que salía de la rotativa. Nuestra historia no estaba en primera página. ¡Aquello era jodidamente increíble! Nada tampoco en el resto de la sección A. En la página suelta, la primera página de la segunda sección —normalmente, en aquella época, la sección local o metropolitana—, nada tampoco: ni una maldita línea. Empezamos a expresar nuestra indignación en voz alta. Las cosas empeoraron cuando "la" descubrimos finalmente dentro de la sección local; salvo que la historia no era sobre la revuelta racial que acabábamos de presenciar. El titular decía: “El Gobierno administrará la piscina McKinley tras la retirada de la Junta de Distrito”. La primera mención que se hacía sobre Anacostia en el artículo estaba en el octavo párrafo: “No se produjeron incidentes en la piscina de Anacostia durante el periodo de baño de la mañana...”. Las palabras “pelea”, “gresca” y “refriega” aparecían en los párrafos noveno y undécimo. Y los acontecimientos de la tarde y de la noche se describían cerca del final como un “incidente”.
Casi cuarenta y tres años después, Ben Gilbert se refirió como sigue al “incidente” en un informe, encargado por el editor Don Graham, sobre las relaciones raciales en el Washington Post, titulado “Levantando el velo sobre la Ciudad Secreta... El Washington Post y la revolución racial”:
John Riseling, el redactor jefe de local de noche, telefoneó a quien esto escribe [es decir, al propio Gilbert, entonces redactor jefe de local] a casa para informarle sobre lo que había ocurrido cuando se sugirió que el turno de día cubriera la noticia al día si-guiente. Riseling me contó las quejas de Bradlee y London diciendo que estaba armando «un buen follón» en la redacción. 

Aquello era exactamente lo que habíamos hecho, completamente indignados por el miedo que había mostrado el liberal Washington Post a contar la verdad, y cómo los redactores jefes estaban tan integrados en el “sistema” que no se atrevían a hablar de razas a menos que se tratara de alguna historia jugosa sobre un negro que lucha y logra el triunfo o un artículo sobre un fanático de raza blanca. London iba a ser abogado, por lo que no le preocupaba su carrera en el periódico, pero yo llevaba en el Washington Post sólo siete meses y no tenía a dónde ir. No obstante, estábamos furiosos e hicimos que todo el mundo se enterara.
De pronto sentí una palmadita en el hombro y, al darme la vuelta, me encontré de frente con Phil Graham, el editor, vestido de frac. “De acuerdo, muchacho”, dijo, “ven arriba conmigo”. Me llevó arriba, a su despacho en la quinta planta del viejo edificio del Washington Post. Allí —no podía creer lo que veían mis ojos— estaba Julius “Cap” Krug, el secretario de Interior, que era el responsable final de las piscinas de la ciudad; su subsecretario, Oscar Chapman, y, en representación de la Casa Blanca, el consejero especial del presidente Truman, Clark Clifford. Todos vestidos de frac, si mal no recuerdo.
Graham me invitó a que les contara mi historia a aquellos miembros tan elegantemente vestidos de la jerarquía de Washington. Nervioso al principio, me fui encendiera medida que hablaba. Cuando terminé, me despidieron con un “muchas gracias” y eso fue todo. El artículo de la página B2 no cambió en las siguientes ediciones, pero al día siguiente se trasladó a la primera página: “Cerrada la piscina de Anacostia hasta nuevo aviso”. El artículo incluía los nombres de los heridos y de los arrestados, el número de policías (100) y el número de los concentrados (450). Se seguía refiriendo al acontecimiento como “disturbio”.
Hasta mucho más tarde no supe lo que había pasado en el despacho de Graham. El editor había negociado un verdadero arreglo con los peces gordos: cerrarían inmediatamente la piscina de Anacostia, prometiendo que las seis piscinas operarían, el año siguiente, de forma totalmente integrada, o si no el artículo de Bradlee iría en primera página a la mañana siguiente. Krug y compañía aceptaron el acuerdo allí mismo, a pesar de que ello significaba cerrar una de las piscinas durante los dos meses más calurosos, en una ciudad sofocante, carente casi por completo de aire acondicionado.
Ningún editor se atrevería, hoy en día, a hacer un trato semejante. Primero, porque los negros no lo apoyarían. Los días en que los blancos tomaban decisiones que les afectaban sin su participación han pasado a la historia, y de ello nos felicitamos. Segundo, porque el trato nunca podría mantenerse en secreto, y su consecución precisamente dependía de que se mantuviera en secreto; los periodistas hablarían; los propagadores de rumores propagarían sus rumores; los analistas periodísticos publicarían todos los detalles. Los departamentos de prensa de Time y Newsweek harían un marcaje de lo más agresivo. El atropello de la prensa, ese nuevo fruto de la democracia americana, haría su irrupción.
Pero ¿sería el mundo mejor si no se hubiera hecho aquel trato? Seguramente habríamos tenido algún tipo de revuelta racial aquel verano o el siguiente. En lugar de eso, no tuvimos nada parecido durante diecinueve años, hasta 1968, cuando estallaron los disturbios por el asesinato de Martin Luther King, Jr.
Estoy instintivamente a favor de la luz del sol, contra las puertas cerradas, a favor del "deja que todo se ventile" y contra las habitaciones llenas de humo. Creo que la verdad hace libres a los hombres; odio tener que ceder un solo centímetro de terreno en contra de este elevado principio, pero estoy menos seguro hoy en día de lo que lo estaba entonces —cuando Phil Graham hizo su pacto secreto—, sobre si se sirve mejor al público dejando que lo sepa todo al mismo tiempo que se está produciendo un acontecimiento.



Ben Bradlee, La vida de un periodista, El País-Aguilar, 1996, págs. 144-149.
 

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