21/2/12

Asunción de vos

Tengo la certeza de que estás caminando sobre las aceras de una ciudad que nunca fue nuestra, Asunción, una ciudad nunca poblada por nuestros íntimos afanes y cuyo pesado presagio de libertad enmascarada jamás quisiste compartir conmigo. Los ruidos de esta noche parecen decirme, con odio indiferente y frágil, que estás muy cerca. Y extrañamente sé que es así. Yo estoy sentado aquí, solo, pero no lo suficiente como para convocarte a gritos o salir corriendo a buscarte en alguna calle cercana y oscura -Ayolas, O’Leary, Haedo, qué se yo-, mientras sé que vas caminando con la mirada puesta en unos niños que corren de sus miserias, o en las manos callosas que recogen del piso una latita de cerveza amanecida. Pero ignoro a dónde vas, tampoco sé si vas sola o con el muchacho joven y taciturno con aires de niño tímido que me han contado ronda tu casa desde las tempranas horas en que los lapachos de Sajonia colorean las calles, hasta las horas nocturnas y feroces en que una cama parece tan pero tan chica pero en ella caben perfectamente dos, una cama que se ensancha perfectamente el doble de su tamaño, para vos y para él. Rememoro, mientras miro la palidez de mi mano fijando estas palabras en el ordenador, las tuyas sobre Asunción, aquéllas que me decían lo que vos considerabas era un misterio al que había que respetar, con su ruido y su furia. Te negabas a venir a esta ciudad, pero las veces que lo hiciste acompañado por mí, el temor al misterio se transformaba en temor físico y palpable a los autos, a las arduas calles repletas de autos que queríamos cruzar, a los hombres todos que parecían pretenderte desde lejos, a la verticalidad inmaculada de los edificios. Yo te tomaba de la mano y vos me agarrabas fuerte, casi como un animalito indefenso pegado al cuerpo seguro y cálido de la madre, como un koala más o menos, y te ayudaba a caminar casi como el primer día en que te erguiste y diste unos pasos asustados y breves, lo imagino, allá en los lejanos días de tu infancia, cuyas imágenes tanto me gustaba mirar en el álbum de fotos de tu familia. Mientras caminabas los cinco o seis metros del asfalto con pasitos torpes te hacías más chiquita, muy chiquita, hasta llegar a la otra vereda y comenzar a crecer de nuevo, de a poco, casi imperceptiblemente, súbitamente volverte gigante y mirarme con una sonrisa orgullosa y ruin, para luego otra vez volver a empequeñecerte y caber en mi mano trémula apenas nos lanzábamos de nuevo a la calle tras abandonar una plaza, un bar insomne, alguna función de alguna obra de teatro con actores que te gustaban porque miraban profundamente como ídolos milenarios, decías, y donde los nervios se te rebelaban si una mujer con bufanda roja, muy roja al cuello no paraba de contar a su acompañante, en plena función, las desventuras por las que había tenido que pasar para llegar hasta allí y encontrarme contigo, mi amor, disculpame, cuando de repente ya llegaba la hora de partir y volvíamos a cruzar las calles, con la noche acechando triste y vengativa sobre los edificios de una ciudad que duerme con un ojo abierto bajo las frías estrellas, la luna mortecina.

De un cuento inacabado escrito hacia 2005.

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