La dilatada carrera de uno de los más grandes
contaminadores de la historia del capitalismo industrial comenzó con un
homenaje de aquellos que suelen llamarse “románticos”. En 1901, el químico
autodidacta John Francis Queen creyó absolutamente conveniente poner el
apellido de su esposa a la empresa que acababa de fundar: Monsanto. Así suelen
estar envueltos los “regalos” que vienen desde Estados Unidos, desde el "sueño americano", desde sus
empresas multinacionales y desde su aparato político y militar: con la
apariencia de una oda al amor, a la democracia, a la civilización.
Al
principio, el nuevo emprendimiento afincado en Saint Louis, Missouri, fabricaba
sacarina para venderla a otra conocida empresa: Coca Cola. Hacia 1918, Monsanto
empezó su carrera en la fabricación de productos industriales de base. En 1935,
la empresa compró la Swann Chemical Company, líder en producción de los
llamados PCB (policlorobifenilos), es decir, las propiedades del benceno
mezcladas con cloro para dar como resultado un producto de gran resistencia que
sería utilizado en aparatos hidráulicos y lubricantes en la producción de
plásticos, pinturas, tinta, papel, etc. Es el comienzo del largo prontuario
contaminante y destructor de la empresa que es parte congénito del sueño
americano: Queen necesitó hacer un préstamo de 5 mil dólares para montarla.
Todo ese prontuario criminal fue revelado por la periodista Marie-Monique Robin
en un libro de una rigurosidad investigativa sin fisuras, hoy traducido a 15
idiomas y del cual hay una versión en documental audiovisual: El mundo según
Monsanto (2008).
El
capítulo macabro de la relación de los PCB y Monsanto con los seres humanos de
a pie no tardó en llegar. No solo los obreros que trabajaban en su producción
durante los años 50 habían sido contaminados, desarrollando enfermedades de
diversa índole (lo que fue sistemáticamente ocultado por la empresa), sino que
un pueblo entero resultó víctima propiciatoria de su afán de renta: miles de pobladores
de Anniston, en Alabama, fueron afectados por la toxicidad de los PCB mediante
la ingesta de agua contaminada. Lo que muestra algo que sería norma para la
empresa norteamericana: saber de los efectos dañinos (mediante estudios
científicos) y ocultarlo. A principios de la década pasada, miles de habitantes
de Anniston le ganaron un juicio a Monsanto y fueron indemnizados por el valor
de 700 millones de dólares, luego de vivir expuestos a los PCB durante más de
30 años. Entre las víctimas, se encontraban más de 400 niños con parálisis
cerebral.
Cambio de rubro: mismo resultado
La
fabricación de PCB fue prohibida mucho antes de la condena en contra de la
empresa, en la década del 70. Pero para ese entonces ya Monsanto estaba en otra
cosa: producción de herbicidas y plaguicidas que contienen dioxina, un
subproducto industrial altamente tóxico. Y, otra vez, contaminó todo un pueblo:
Times Beach, a 30 kilómetros de Saint Louis, luego de que el municipio
utilizara aceites residuales que incluían dioxina para eliminar la
proliferación de polvo en sus calles. Hoy, Times Beach es un espectro
desértico: nadie puede vivir allí.
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Veneno. Dioxina rociada en Times Beach. |
Pero
el más grande negocio de la dioxina vendría con la guerra de Vietnam, pues
Monsanto fue la encargada de producir ingentes cantidades del llamado “agente
naranja” (entre agentes de otros colores según el nivel de toxicidad),
herbicidas en estado puro que, comprados por el gobierno norteamericano, eran
lanzados desde el aire no solamente sobre los cultivos de los soldados
comunistas vietnamitas (en estrategia que sería replicada por gobiernos
colombianos, asesorados por Washington, en su conflicto con las guerrillas), sino sobre poblaciones enteras, en la llamada
operación “Ranch Hand”. Años después, aún persisten los efectos del “agente
naranja”. Se ven, sobre todo, en los propios soldados norteamericanos que
estuvieron expuestos directamente a la dioxina. No habían sido alertados por el
gobierno de su país de su toxicidad.
Rondup y transgénicos
La
aparición en 1974 del “herbicida más vendido del mundo”, el Rondup, nombre
comercial del glifosato que los científicos de la empresa descubrieron a fines
de los sesenta, marca un antes y un después en la historia de Monsanto. Pero
también de la agricultura como era conocida hasta entonces: hace cuarenta años,
aquella empresa que un químico emprendedor estadounidense fundó siete décadas
antes, entró al negocio (esa es la palabra, negocio) de los alimentos. Los
muchos casos de contaminación e intoxicación que hay en torno al Rondup no
desmerecen a los de los PCB y la dioxina: es el herbicida preferido de los
suicidas y, como ya dijimos más arriba, el “Plan Colombia” de Álvaro Uribe
(adorado por la dirigencia política oligárquica paraguaya) incluye rociamiento
de cultivos de coca con Rondup, lo que ha intoxicado a miles de civiles. Fueron
300.000 solamente en el departamento de Putumayo.
En
todos los casos en que la empresa necesitó licencias para operar con sus
productos industriales, se vio siempre favorecida por las llamadas “puertas
giratorias”: empleados suyos dejan Monsanto para trabajar en los organismos de
control sanitario estadounidenses, y viceversa. Pero el caso definitivamente
ejemplar de su carrera dentro del agronegocio fue el lobby que impulsó en los
años 80 con los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush (padre) para que se
aprobara una reglamentación acorde con los intereses de la empresa en la rama
de producción que revolucionaría la agricultura mundial (y las finanzas de la
empresa, hasta el punto de generar subdivisiones de producción bajo otros
emblemas): los organismos genéticamente modificados. Su producto estrella, la
soja transgénica, llamada rondup ready
por ser resistente al herbicida de la misma empresa, no tardó en extenderse a
lo largo de todo el mundo, colonizando incluso plantaciones de soja
tradicional, lo que con el tiempo le reedituaría pingües dividendos a Monsanto,
por las patentes de uso. Hubo casos incluso, como bien lo cuenta la autora en
el libro, en que plantaciones no transgénicas fueron asediadas por las que sí
lo eran, perjudicando así a productores que no había comprado los productos de
Monsanto al verse obligados a pagar patentes de uso por semillas que ellos no
habían plantado.
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Roberto Franco |
La conexión Paraguay: la "bolsa blanca" y Silvino Talavera
Hay
todo un capítulo dedicado al Paraguay en el libro de Robin, con sorprendentes
revelaciones. La periodista entrevistó en 2007 a Roberto Franco, entonces ministro
de Agricultura del gobierno colorado de Nicanor Duarte Frutos. El mismo confesó
que las semillas transgénicas de soja, que desde hacía poco tiempo los sojeros
paraguayos plantaban, ingresaron al país de manera irregular. “¿Quién organizó
el contrabando?”, preguntó la periodista a Franco. “Los grandes productores de
soja paraguayos mantienen estrechas relaciones con sus colegas argentinos...”,
respondió el ministro. “Por lo tanto, para evitar perder nuestros mercados (…)
tuvimos que… legalizar los cultivos ilegales”. Y tanto periodista como
representante gubernamental paraguayo muestran sospechas de que la misma
Monsanto podría estar detrás del contrabando como manera de promoción de su
producto. De la misma manera entraron en Brasil y Argentina, y cuando ya los
cultivos estaban consumados, la empresa se lanzó a cobrar los royalties por sus
semillas. En octubre de 2004 les tocó a los sojeros paraguayos pasar por caja:
3 dólares por tonelada debían pagar a Monsanto (lo que debía aumentar y aumentó
con los años), pero los productores no tenían mucho problema en hacerlo para
una multinacional, totalmente lo contrario cuando años después se propuso
gravar específicamente su renta, hecha posible y sustentada en la ilegalidad: el
contrabando de semillas (entre otras cosas).
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La madre. Petrona Villasboa sostiene un afiche con el rostro de su hijo Silvino Talavera. |
Robin,
también, recuerda un día nefasto, pero a la vez fundacional, jurisprudente, en
la resistencia al modelo agroexportador en Paraguay y sus contactos directos
con Monsanto: el 2 de enero de 2003, Silvino Talavera, de once años, fue
literalmente bañado con Rondup escupido por las “alas” de un “mosquito” fumigador,
mientras volvía del almacén, a donde había ido a comprar fideos y un pedazo de
carne. El aparato estaba guiado por un sojero de nombre Herman Schelender, y si
no te es familiar su nombre es porque fue mucho menos referido en los medios que
el de cualquier campesino organizado e “invasor de tierras” de aquel tiempo (y
el de hoy). Talavera fue hospitalizado por tres días, pero luego del alta
médica… ¡volvió a ser rociado por otro productor! Esta vez fue Alfredo
Laustenlager, desde apenas quince metros de su casa. El 7 de enero, Silvino
murió. Los sojeros fueron condenados a dos años de cárcel y una multa exigua de
25 millones en abril de 2004.
Robin
registró, además, lo que ningún medio de comunicación corporativo paraguayo ha
registrado: que el gobierno de Nicanor Duarte Frutos (2003-2008) sentó las
bases del regreso del modelo represivo stronista, actualizado en tiempos de
“democracia”. Y, además, dio cuenta de un fenómeno nuevo: la proliferación de
un ejército irregular que, aliado con los órganos estatales de seguridad, se
encargan de preservar por medio de las armas los privilegios (basados, es
necesario decirlo de vuelta, en la ilegalidad según el mismo régimen jurídico
burgués hecho a medida) y los atentados contra la vida de comunidades enteras
por parte de los sojeros. “Por todo el país se ha reclutado a matones armados
para proteger los aparatos para la fumigación y las grandes propiedades de soja,
todo ello con el aval del presidente Duarte”, escribe Robin sobre el hoy reubicado
por Horacio Cartes en la siempre “jugosa” embajada paraguaya en Argentina.
El
espacio de esta reseña no puede abarcar todo el espectro de fechorías de la compañía estadounidense, que el libro de la
periodista francesa muy bien (puntillosamente bien) detalla: sus tentáculos en
el mundo de la ciencia, con científicos colonizados por la “filosofía
empresarial” o directamente comprados; el destrozo de las carreras de
investigadores con trabajos que demuestran el carácter dañino de los
transgénicos, mediante la inclemente desacreditación mediática; desastres
sanitarios en supermercados de Estados Unidos, publicidad engañosa, la ruina
económica de productores al principio convencidos por la soja y el algodón
transgénicos, etc., etc., etc.
Para
simplificar las cosas: la carrera comercial de Monsanto pone en peligro el
ambiente en el que vivimos y los alimentos que consumimos, anteponiendo la
lógica de acumulación por encima de las necesidades colectivas, culturales e
históricas. Si no me creen, a El mundo
según Monsanto sí le creerán. Estoy seguro.
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