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Julio Ramón Ribeyro. Escritor peruano. |
Akito
Kamura, un japonés de treinta años, estudia en la Sorbona Literatura Comparada.
Sus profesores lo aprecian, pues es un alumno brillante, no así sus
condiscípulos, que lo consideran distante, desdeñoso, demasiado imbuido de su
valor intelectual.
No se junta
con nadie y jamás deja pasar la ocasión de mostrar que sabe más que todos.
Detalle importante: Akito mide apenas un metro cuarenta, es flaquísimo y de una
fealdad que da miedo.
En su
departamento del Barrio Latino –su padre le envía de Tokio una buena mesada–
pasa la mayor parte de sus horas libres escuchando música, leyendo, escribiendo
una tesis erudita sobre las figuras de retórica en la literatura amorosa.
Parece
aceptar la soledad no como un castigo sino como un signo de superioridad
espiritual, pensando tal vez, como ese personaje de Ibsen, que «el hombre más
fuerte del mundo es aquél que está completamente solo».
En el
transcurso del año se inscribe en su clase una muchacha holandesa guapa,
cordial, sin pizca de malicia y muy dispuesta a la amistad y la comunicación.
Este pequeño oriental tan inteligente, solitario y feo despierta su curiosidad.
Es la única que lo saluda, que cambia con él unas palabras entre dos cursos.
Akito, al
comienzo reticente, acepta un día tomar un café con ella, luego a dar un paseo
por el Sena, posteriormente a ir de vez en cuando al cine. Llegan a ser, si no
amigos, al menos buenos camaradas de clase.
Akito le hace un día una invitación formal: venir a cenar a su departamento. Elke acepta y se presenta llevándole de regalo un libro de sonetos de Ronsard y una rosa. Durante la comida hablan de literatura, de pintura, composición floral, costumbres japonesas y holandesas. Akito es una verdadera enciclopedia, sabe horrores de cosas, le recita poemas de Shiki y Onitsura, le lee una parte de su tesis.
Después del
té, continúan conversando en el sofá de la sala. Sólo que la conversación cobra
un giro inesperado. Akito empieza a disertar sobre la técnica del amor y en su
apoyo le muestra un libro de estampas eróticas. Luego le coge la mano, trata de
besarla y sin eufemismos le propone «ir a la cama».
A Elke esto
le parece fuera de lugar, coge su bolso y se dirige hacia la puerta. Akito se
excusa, trata de retenerla y finalmente le dice que lo espere un instante, que
va a buscar su llave para acompañarla hasta los bajos.
Elke se
entretiene mirando los grabados de Hokusai que hay en los muros. Al sentir las
pisadas de Akito que regresa da media vuelta. No tiene tiempo ni de gritar:
Akito está en medio de la sala apuntándole con una carabina. Una luz, un
estampido y luego nada.
Elke está
tendida en el vestíbulo del departamento, un orificio en la frente. Akito la
jala de las piernas y la coloca sobre el sofá. Sin prisa la va desvistiendo:
los zapatos, las medias, la falda, la ropa interior. Cuando está completamente
desnuda la contempla, la toca, la acaricia y bruscamente trata de comérsela, empezando
por un pie.
Apenas logra desgarrarle la piel de un dedo. Huesos, tendones y nervios ofrecen resistencia. Intenta hacer lo mismo con una mano, pero renuncia. Se pone entonces de pie, se desnuda y cubriéndole la cara con su camisa se extiende sobre el cadáver aún caliente.
Despierta de
madrugada, tiritando, sobre ese cuerpo ahora helado. Viene a su mente un
extraño hai-kai de Shiki: «Una vez muerta la araña, el solitario, fría es la
noche».
Lo primero
que hace es meter la ropa de Elke en una bolsa de plástico. Luego lleva el
cuerpo a la cocina, tirándolo de las piernas. Trata de meterlo en una maleta de
viaje, pero no entra. Busca entre sus utensilios un cuchillo de cortar carne y
le secciona la cabeza. La sangre semi coagulada, apenas ensucia el piso.
Ahora
intenta seccionarla por la cintura, pero calcula mal y tropieza con el hueso
iliaco. Comienza más arriba, corta músculos y órganos y al llegar a la columna
vertebral recurre a una pequeña sierra. Trae una segunda maleta y antes de
meter el cuerpo en ambas, separa con el cuchillo las partes más blandas: un
seno, un pedazo de nalga, el interior de un muslo, pedazos que coloca en una
fuente y guarda en la nevera.
Luego de
meter en las dos maletas el cuerpo despedazado se pregunta qué hacer con ellas.
Pero ya la ciudad despertó. Por la ventana entra la luz y el ruido del tráfico
matutino. Se recuesta esta vez en su cama y se queda profundamente dormido.
Al atardecer
está ya levantado, vestido. Ha limpiado las huellas de sangre y metido en el
cubo de basura del edificio la bolsa con las ropas de la víctima. Espera que
anochezca para llevar las maletas a un lugar apartado. Como siente hambre, abre
la nevera, saca un seno, lo calienta al vapor y se lo come.
Entrada la
noche llama un taxi por teléfono y desciende por el ascensor con las dos
maletas. Las mete en el cofre del vehículo y pide al chofer que lo lleve al
bosque de Boulogne. Mala suerte: esa noche primaveral es cálida, parisinos y
turistas retozan en la yerba o se pasean por senderos y avenidas.
Imposible
bajar del taxi para deshacerse de las maletas. Tiene que regresar a su casa.
Pasada la medianoche, desciende con su macabro equipaje, detiene un taxi en la
calle y se dirige nuevamente al bosque de Boulogne.
El lugar
está ya desierto, salvo uno que otro sátiro o exhibicionista emboscado entre
los árboles al acecho de una víctima. Ordena al taxista detenerse en un lugar
sombrío y, despachándolo, se interna en la espesura, una maleta en cada mano.
Dos días más
tarde un guardabosque encuentra las maletas sangrientas. Imposible identificar
a la víctima, de la cual no hay prenda ni documento. Pero nada más fácil que
identificar al victimario. Akito no es un asesino profesional y no ha hecho más
que dejar por todo sitio huellas y testimonios de su crimen.
El más
imbécil inspector de policía descubriría al asesino en menos de veinticuatro
horas. Por lo pronto las maletas, que a pesar de no llevar etiquetas ni
iniciales, son maletas japonesas, lo que permite orientar las pesquisas. Luego
los choferes de taxi que lo condujeron al bosque de Boulogne.
Por último,
el inevitable testigo, un vecino insomne que lo vio descender del edificio con
su pesada carga.
Una sola inspección bastó a la policía para confundirlo. Se encontraron con un japonés enano, hosco, nervioso, que no supo dar cuenta del empleo de su tiempo en las noches anteriores y en cuya casa descubrieron carabina, cuchillo, sierra y pedazos de carne de origen evidentemente humano. Al cabo de diez minutos de interrogatorio confesó su delito.
El crimen de
Akito es horrible, nauseabundo, pues acumula asesinato, necrofilia y
canibalismo. No es mi intención justificarlo. Simplemente tratar de encontrarle
una explicación. Se pueden utilizar dos tipos de razonamiento.
El primero
pertenece al campo de la sexología. Akito es un handicapé sexual, es decir,
pertenece a esa minoría de personas que encuentran dificultad o se ven
excluidas de todo tipo de relación sexual regular y normal. Clasificar a los
handicapés sexuales sería temerario y aburrido, pues sus causas son físicas,
mentales, culturales, sociales, etc.
La gama
comprende desde los minusválidos en el sentido corriente (paralíticos, cojos,
ciegos, débiles mentales) hasta los que sufren enfermedades repugnantes o
deformaciones inaceptables (lepra, elefantiasis, obesidad, macrocefalia).
A lo que se
puede añadir los presos y los locos, las minorías de trabajadores migrantes,
los vagabundos y los pordioseros, los enanos y los gigantes. Y las personas de
una fealdad intolerable.
Todos esos
sujetos tienen en común el verse privados de una de las funciones más
necesarias y gratificadoras de la especie, como es la relación sexual, con
todas las consecuencias que esto puede traer sobre su equilibrio y comportamiento.
Sólo en ciertas sociedades avanzadas, en particular en los países nórdicos, se han preocupado de encontrar una solución a este problema, sobre todo tratándose de reclusos, enfermos mentales y minusválidos físicos. Pero fuera de estos países y casos, el handicapé sexual queda librado a sus inhibiciones y fantasmas.
Pero es el
segundo razonamiento el que más me interesa. Akito, como queda dicho, era un
estudiante serio, inteligente, con una cabal conciencia de su rendimiento
intelectual.
Era, además,
un hombre ecuánime, prudente, que sabía perfectamente distinguir lo lícito de
lo ilícito y que hasta los treinta años no había nunca violado el pacto social.
Su inducción hacia el crimen tiene una raigambre literaria o si se quiere
lingüística.
Estudiante
de Literatura Comparada, estaba familiarizado con las metáforas amorosas y
conocía en consecuencia las figuras retóricas que asocian amor a manducación y,
en un nivel más profundo, Eros a Tánatos.
Estas
figuras pertenecen al ámbito de la literatura popular (cuando el amante le dice
a la amada «quisiera comerte»), pero también en la culta se pueden encontrar
ejemplos de esta misma pulsión expresada a través de imágenes de una factura
más elegante.
Lo que
sucedió con Akito es que, por uno de esos cortocircuitos de nuestro mecanismo
mental, el plano del lenguaje se fundió o se confundió con el de la realidad.
Cesó de haber diferencia entre la expresión metafórica y su referente.
La humanidad
había tardado milenios en sofocar impulsos culturalmente aceptados en sus
orígenes (la antropofagia, entre otros) para recuperarlos mediante fórmulas del
lenguaje poético o familiar.
Ya nadie se
come a su amada: se lo dice. Ya nadie mata al amigo, ni siquiera al enemigo:
durante una polémica, lo amenaza con «aniquilarlo» o «hacerlo papilla». El
lenguaje permite realizar simbólicamente pulsiones que, primitivamente, podían
cumplirse sin infringir la norma.
Decir es una cosa, pero hacerla, otra. En Akito el decir y el hacer recobraron su unidad original. Su delito consistió en haber tomado una metáfora al pie de la letra.
Julio Ramón Ribeyro
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