5/5/08

Helio Vera, un buen cuentista que se ha ido

Alguna vez le escuché hablar a Helio Vera de sí mismo como de un buen cuentista. “Diría que para Paraguay, un muy buen cuentista”, remató, con una sonrisa pérfida de quien sabe de lo que está hablando, ante el silencio atento de una platea universitaria. Más allá de la desacostumbrada sinceridad con que cualquier escritor habla de su condición de tal, de cómo se ve en su propio espejo, la afirmación del creador paraguayo es, simplemente, incontrastable: él era un muy buen cuentista. Queda por aceptar o no, como suele suceder siempre con los libros paraguayos, si solo “para Paraguay” era un muy buen cuentista.
Con tres libros de relatos: Angola y otros cuentos (1984), La paciencia de Celestino Leiva (2004) y Trofeos de la guerra y otros cuentos picarescos (2007 ), su nombre está inscripto en la galería de los mejores narradores paraguayos de, por lo menos, los últimos 25 años. Por varios motivos: un profundo conocimiento bibliográfico y experiencial de la cultura paraguaya; un cultivo de la escritura tersa y pulcra, como pocas veces se acostumbra en nuestro medio; un manejo de la ironía y el humor que no desdeña la elegancia. En sus dos primeros libros, la fuente historiográfica (los tiempos de la Conquista y la Colonia, la Guerra de la Triple Alianza, los primeros años de la posguerra) son los temas que, casi con predilección, aborda, en algunos casos con cierto tufillo polémico, como sucede con “Primeras Letras: Jueves Santos, 1539”, de La paciencia de Celestino Leiva, donde fabula un supuesto malinchismo de la India Juliana, acaso amante de Juan de Salazar de Espinoza.
Varias historias y personajes son extraídos y resignificados por Helio Vera del imaginario de la gente del campo. En “Póra”, de Angola y otros cuentos, la creencia popular se convierte en cuento, pero también en reflexión ensayística, lo que lo muestra como un buen lector de Borges.
En su tercer libro, empezaba a despuntar un Helio Vera más cosmopolita (leyenda urbana, entretenida sala de Redacción de periódico, raras aficiones citadinas), tal vez el Helio Vera que sería, narrativamente hablando, con el correr de los años.
La literatura paraguaya lo echará en falta, es seguro.

Una mujer en la piel y la sangre de Bob Dylan


Hablar de Bob Dylan, intentar una muestra de su itinerario biográfico y existencial, es un ejercicio que implica, casi sin quererlo y aun así necesariamente, un repaso por la cultura popular del siglo XX. Joan Manuel Serrat lo sintetizó así: “Sin él ni se entiende la música, ni los últimos 50 años". Más certero y lapidario, imposible.
Tal vez por eso el director de cine norteamericano Todd Hynes filmó la película I’m not there (No estoy ahí), un retrato indirecto y calidoscópico del músico. Y lo hizo como lo hizo por ese afán abarcativo y vario: seis actores distintos interpretan facetas diversas, etapas de la vida de Dylan, en clave no mimética, sino tratando de captar el espíritu dylaniano a través de personajes relacionados con la poesía y la música, pero que no son exactamente Bob Dylan con nombre y apellido, sino más bien alias espirituales suyos.
No sé cuánto tiempo esperaremos para que la cinta llegue a las salas de cine del país o a los locales de alquiler de películas. Lo cierto es que buscando en Internet adelantos de I’m not there, sin saber mayores detalles de ella, lo confieso, me encontré con una foto que me llamó la atención. Un Dylan de expresión esquiva, etérea, con gafas oscuras, pelo enmarañado, un cigarrillo entre los dedos de la mano derecha y la izquierda cruzada sobre el abdomen, me dejó misteriosamente perplejo. Era y no era Dylan. Era y no era, además, la actriz australiana Cate Blanchett. Es decir, en el epígrafe de la foto decía que era ella interpretando a Bob Dylan. Pero a mí me parece que, mágicamente, eran los dos al mismo tiempo. Acaso la quintaesencia de la
actuación: no dejar de ser uno mismo para ser otro, y ser lo suficientemente otro para que
en los recodos secretos de la actuación se sienta que se sigue siendo uno mismo.
Debo confesar también que andaba pensando mucho en Cate Blanchett. La había visto en Elisabeth (en la primera versión de Shekar Kapur, no en la segunda del mismo director y que es del año pasado), y desde ese momento me pareció una actriz con mucha versatilidad. En El señor de los anillos fue una Galadriel perfecta, más de lo que es posible imaginar mientras se lee el libro de J. R. R. Tolkien. En El aviador ya había encarnado a una personaje difícil, del mismo gremio: la actriz Katharine Hepburn, asediada por el extravagante magnate y director y productor de cine Howard Hughes. Por este papel ganó el Oscar a la Mejor Actriz de Reparto en 2004. (La película, entre paréntesis, estaba dirigida por Martin Scorsese, quien un año después dirigió el documental No direction home, basado en la vida de ¿quién?... de Bob Dylan). Pero,
no sé por qué, fue en Babel, de Alejandro González Iñárritu, donde terminé por aceptar que, definitivamente, Blanchett tiene un algo que cautiva, una presencia callada y soterrada que subyuga lentamente al espectador. No hace un personaje aparentemente exigente, pero igual resalta. En todo Babel se pasa sufriendo, al borde de la muerte, cuya antesala ya había sido el progresivo deceso de su relación con el personaje que encarnaba Brad Pitt. Muere eternamente
Blanchett.
Entonces, cuando la vi en esa foto interpretando a un Dylan roquero y ligeramente “pirado”, no tuve otra que aceptar naturalmente que era la actriz ideal, no solo por el parecido físico logrado, para mostrar la faceta más conocida de Dylan, la que es el cimiento de su leyenda: un poeta de la música, que del folk hizo rocanrol, una piedra rodante sobre la virtud y el vicio siempre intransigente de estar vivo. Claro, tal vez me equivoque, porque aún no vi la película, pero me juego las cartas que tengo a que la Blanchet interpretó su hasta ahora personaje más osado. No interpretó a alguien ya muerto, lo que aumenta las posibilidades de un rechazo del público y del
mismo interpretado. No interpretó a una persona de su mismo género. Interpretó, por
el contrario, a un hombre, viva memoria de nuestro tiempo, un músico que es poeta y un
poeta que es músico que ganó premios Grammy, el Príncipe de Asturias de las Letras y cuyo
nombre suena desde hace unos años (para desgracia y disgusto de quienes no ven a la poesía del rock como algo “trascendente”) como candidato a hacerse con el Premio Nobel de Literatura. No es poca cosa.