12/12/08

El pelo largo, Shakespare y la muerte

Jueves, medianoche. En un serpenteante colectivo de la línea 27, iba pensando en posibles temas para escribir en esta columna. En tres lugares distintos del ómnibus, tres hombres de pelo largo cavilábamos cada uno en nuestras propias y etéreas cuestiones. No nos conocíamos, y ese solo hecho bien podía valer una reflexión. Unos 15 o 20 años atrás, que tres hombres de pelo largo se encontraran en un colectivo y no se conocieran era un hecho bastante difícil de darse. La comunidad "pelilarga" paraguaya no solo se ha extendido en todo este tiempo, sino que se ha diversificado: si antes estaba casi exclusivamente relacionado al ambiente rockero, hoy otras tribus urbanas hacen uso del siempre vilipendiado look, heraldo de la machista sospecha masculina.
Seguía yo pensando en qué escribir en esta columna, con el sonido de entraña rugiente del colectivo de fondo. Tal vez -me dije- urdir razones que sostengan mi conjetura en un breve e inacabado debate que tuve días atrás con un amigo: los dos creemos que con solo Shakespeare, Quevedo y Borges (yo, pienso ahora, agregaría a Cervantes) podríamos vivir sin problemas. Pero, le decía a mi amigo, con una importante puntualización: Quevedo y Borges (y Cervantes) nos ayudan sobre todo en la tarea de la escritura, Shakespeare es para cualquier ámbito de la vida humana, se sea o no escritor. En eso pensaba y me decía: "Ahí está, ese es el tema de la columna", cuando de repente sentí una tambaleante presencia a mi lado: un hombre borracho que se sentaba. Era de mediana edad, moreno y pelo muy corto. Tenía esa sensación que a veces tenemos en los colectivos, cuando sabemos que inevitablemente cierto casual compañero de asiento terminará buscándonos conversación. Así fue. Pero lo que vino, no me esperaba:
- ¿Sabés que matar a una persona es lo más fácil del mundo?
La pregunta, dicha así sin transición, me incomodó, pero no me arredré. Le seguí la corriente:
- ¿Ah, si?
- Sí. En la punta de este dedo está la sensibilidad. Lo demás está acá- me dijo, apuntándose a la cabeza el mismo dedo índice del cual me hablaba.
- ¿Vos manejás armas? - me preguntó, y le dije que no. Se sorprendió.
- Cómo que no. Qué raro. Ustedes los de pelo largo siempre son unos... unos… mercenarios.
Utilizó ese término: "mercenarios". Parecía no poder expresar exactamente lo que quería decir, pero al mismo tiempo decía mucho de su prejuicio y su inquina contra los pelilargos. Se rió bruscamente. Luego me preguntó mi nombre. Se lo dije y me dijo el suyo: Alfredo. Mi destino estaba a una cuadra y tuve que bajarme, abruptamente. No hubo tiempo para preguntarle lo que, con curiosidad de escritor, quería: si alguna vez había matado a alguien. Me miró, algo desorientado, me dio paso, una palmada en el hombro y me dejó bajar.
Subiendo las escaleras del lugar a donde me dirigía, mezclé todo: el pelo largo, Shakespeare, la muerte. Cuando saludé a los amigos que me esperaban, en una de esas rondas de cerveza habituales, aún no sabía que todo eso junto, a fin de cuentas, sería el tema de esta columna. Casi nada, al parecer, pero casi todo.