10/7/12

50 años de la muerte de William Faulkner: Una fecunda influencia literaria


La biblioteca del Colegio Nacional de Luque no abunda en literatura. Pero de sus anaqueles,  en algún momento del año 1998, tomé con cierto temor adolescente un volumen que haría de mí el empedernido lector de novelas que soy: Luz de agosto, de William Faulkner. Recuerdo estar leyendo el libro sentado en el penúltimo asiento de un bus lleno de jóvenes jugadores de fútbol que viajaban rumbo a Foz de Yguazú, en la época en que creía que sería futbolista y dividía mi tiempo entre las canchas en las Inferiores del club Olimpia y  la literatura, la leída y la escrita.  El negro Joe Christmas, la pensativa Lena Grove, el díscolo Byron Bunch y el reverendo Gail Hightower (a quien la poeta argentina Olga Orozco le dedicó un bello poema, que en una parte dice: “Gail Hightower veinte años antes de mi nacimiento, /soy todo lo que fui: /un ciego remolino que alienta para siempre en la aridez de                                  aquella polvareda”): 
estos  son los  personajes de una novela cuya potencia existencial había sido para mí una revelación inolvidable, como lo había sido para el joven Jean-Paul Sartre, en trance de ser existencialista.
 
Se cumplieron 50 años de la muerte de quien para muchos escritores de varias lenguas es el más grande novelista del siglo XX. Inventor del condado de Yoknapatawpha, de la saga secular de los Snopes y los Sartoris, la obra Faulkner es una de las más densas de la literatura moderna. Poseedor de una prosa envolvente y oscura, sus novelas han abrevado de la dureza del Sur de los Estados Unidos, siempre con formas narrativas renovadoras: los monólogos trepidantes de Mientras agonizo, las tormentas sintácticas de El ruido y la furia, las historias paralelas que nunca se tocan de  Las palmeras salvajes, los cuatro  narradores que reconstruyen una realidad que apenas conocen de  ¡Absalón, Absalón!, etc. La influencia de Faulkner en el aspecto formal fue acaso más grande que el del propio James Joyce, sobre el que el mismo escritor diría: “Uno debe acercarse al Ulysses de Joyce como el bautista analfabeto al Antiguo Testamento: con fe”. De hecho, inventó toda una narrativa: la   latinoamericana. De Juan Rulfo a Ricardo Piglia, pasando por Gabriel García Márquez y Augusto Roa Bastos, toda la novela latinoamericana moderna siente el influjo de Faulkner. García Márquez, de hecho, escribe su primera novela, La hojarasca, a la manera de Mientras agonizo. La Casa Verde, de Mario Vargas Llosa, y La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, jamás podrían haber sido escritas sin que sus autores leyeran al escritor norteamericano. Pero si hay alguien que es el más perfecto heredero de Faulkner, ese fue Juan Carlos Onetti: no solo aprendió y amplió su técnica,  sino que Santa María es la misma “geografía moral” (como diría la hispanista Jean Franco) que Yoknapatawpha. Y la retórica faulkneriana, como un Góngora moderno, es la misma retórica ominosa del escritor uruguayo.
 
Una novela no es una novela completa si no retumba cotidiana, morosamente, en la memoria del lector. Así son las novelas de Faulkner. Sus personajes, "entre la nada y la pena", siempre eligen la pena. Prefieren, enternamente falibles, el ser a la nada. Por eso su inmortalidad, más allá del lugar común, está asegurada, como la de Shakespeare, como la de Dostoievski.