27/8/13

John Banville o la disección de la memoria



Alexander Cleave no es un desconocido en la obra de John Banville: ya había protagonizado Imposturas (2003) y narrado Eclipse (2002), pero es muy improbable que en aquellas dos apariciones suyas lograra tensar hasta el dolor las cuerdas de la memoria, como lo hace en Antigua luz (2012), la novela más inocultablemente nabokoviana que le conozco al escritor irlandés.

Y eso que cuando se habla —y últimamente se habla tanto y mal— de la influencia de Nabokov en determinados escritores, suele pasar una de dos: o el escritor se sube sobre los hombros del estilo contagioso del autor de Pálido fuego y se supera construyendo uno en donde apenas se ve la impronta de aquel (como es el caso de Banville), o el amor que siente el novelista por la prosa levitante del ruso-norteamericano lo anula, lo empequeñece y lo obliga entonces a inflarse, para salirse de la pequeñez (como sucede, me parece, con las novelas de Javier Marías, no con sus cuentos).

En Antigua luz, Alexander Cleave cuenta desde la primera línea que oficiará una especie de autopsia de la memoria, sacando a la luz aquello que, aparentemente, estaba muerto: “Billy Gray era mi mejor amigo y me enamoré de su madre”. Con esa confesión de entrada, lo que viene es un regreso a la adolescencia de Cleave, cuando conoció el despertar sexual de la mano de “la señora Gray”. El relato de los avatares de aquel amor ocurrido cincuenta años antes del presente de Cleave, ocupa la parte más importante de la novela, pero también es perturbador ese presente del narrador, súbitamente involucrado en un proyecto cinematográfico —es actor—, en donde comparte cartel con una joven etérea, con un aura especial, dice él, llamada Dawn Davenport (su nombre significa “amanecer”, y no resulta casual, aun cuando el narrador compruebe que es capaz de traer el “crepúsculo” a su vida).

Ella, al igual que “la señora Gray”, llevará a Cleave a reflexionar sobre el sentido de la existencia traspasada por esa tenacidad inaudita que es el amor, pero que lidia con terca asiduidad contra el peligro de lo efímero. “¿Qué era una nube en comparación con el sol abrasador del amor?”, se pregunta Cleave en la cresta de la ola de su idilio con la señora Gray, pero sabe que esa cresta ha sido cosa del pasado, y sabe que lo que le deparan el presente y el futuro no es nada distinto. Aun cuando hay cierta amargura en todo recuerdo, Banville se las arregla con soberana maestría para sobrepasar esa imposibilidad de memorar con real justicia el amor de otro tiempo, imposibilidad que ya Dante había denunciado en el siglo XIII, con su Paolo y su Francesca. 


Hay en la novela un homenaje constante al cine, tal vez porque el cine es el paradigma del amor épico y cotidiano en el siglo en que Cleave y Gray vivieron su romance subterráneo. Hay Nabokov, es cierto, pero también hay James Joyce y W. B. Yeats en esta novela serena de John Banville. En esta obra maestra de la serenidad, hay que decir.