20/10/15

Visión de Ramallah

Popular. Kanafani está presente en las paredes de Palestina.
Por Gassan Kanafani

Ellos nos alinearon en dos filas en los márgenes de la carretera de Ramallah a Jerusalén.  Mandaron a todo el mundo a levantar los brazos.  Cuando un soldado judío se dio cuenta que mi madre quedó delante de mí para protegerme de aquel sol caliente de julio, él me empujó violentamente con la mano hasta el medio de la carretera polvorienta.  Ordenó que me quedase equilibrado sobre un solo pie y con las manos sobre la cabeza.
Yo tenía nueve años.  Acababa de ver, cuatro horas antes, la llegada de los judíos a Ramallah.  Parado en medio del asfalto gris, vi como revisaban a las personas en busca de joyas, que eran arrancadas brutalmente.  Había algunas mujeres soldados que actuaban como los hombres, pero con mayor agresividad y convicción.  Mi madre me miraba, llorando en silencio.  Yo quería poder decirle que me sentía bien, que el sol no me hacia ningún mal, como ella parecía estar creyendo.
Yo era el único niño que había sufrido.  Mi padre murió antes del inicio de los acontecimientos.  Mi hermano mayor fue preso en la toma de Ramallah. Yo sabía, entonces, lo que representaba para mi madre.  Hoy sería posible imaginar lo que sería de ella si yo no me hubiese quedado a su lado cuando fuimos a Damasco.  Allí, yo me ganaría la vida vendiendo periódicos por la mañana en los paraderos del ómnibus.
El sol comenzaba a minar la resistencia de los viejos y de las mujeres.  Gritos, protestas y lamentos venían de todos lados.  Observaba varios rostros que ya me había acostumbrado a ver por las calles de Ramleh.  Ese   recuerdo me inspiraba una tristeza difícil de definir.  Nunca voy a poder explicar el escalofrío extraño que sentí al ver a una de las muchachas judías empujar, riendo,  la barba de mi tío Abu Othman.
El no era mi tío de verdad:  era el barbero de Ramallah y también cumplía las funciones de médico en la ciudad.  Todos gustaban de Abu Othman y le dieron el apodo de “tío” para mostrar el respeto que le tenían.  Ahora estaba parado allí, apretando junto al cuerpo a su hija menor, la pequeña Fátima, que miraba a la judía con sus grandes ojos negros.
- ¿Es su hija?.
Él movió la cabeza, medio inquieto.  Sus ojos tenían un fulgor sombrío.  Con toda la simpleza del mundo, la judía levantó su ametralladora hacia la cabeza de Fátima.  La pequeña continuaba mirándola con los ojos negros llenos de pavor.
Un soldado judío llegó justo en ese instante.  La escena le había llamado la atención y se colocó delante de mí, impidiendo mi visión de lo que siguió.
Oí tres balas sucesivas zumbando.  Lo que pude ver al seguir fue el rostro de Abu Othman crispado por un sufrimiento atroz.  La cabeza de Fátima se inclinó al frente.  Gruesas gotas de sangre escurrían de sus cabellos, derramadas sobre el sol ardiente.
Algunos minutos después.  Abu Othman pasó a mi lado, cargando con sus viejos brazos el cuerpo de Fátima.  Estaba callado y miraba apenas para el frente, con una especie de calma metálica, asustadora.  Él pasó sin verme.  Noté como su espalda estaba arqueada mientras avanzaba entre las dos filas hasta la primera curva.  Mi mirada se volvió y se detuvo sobre su  mujer, que se había caído al suelo.  Vi cómo ella puso sus manos en el rostro y explotó en sollozos.
Un soldado judío llegó cerca de ella y pidió que se levantase.  Ella no obedeció.  Pensó que había llegado al último grado de desesperación.
Esta vez pude ver claramente, con mis propios ojos, lo que ocurría.  El soldado la empujó con el pie y ella se acostó de espaldas.  Tenía la cara roja.  El soldado colocó la punta del fusil sobre su pecho y disparó una única bala.
Luego, el vino en mi dirección.   Pidió con voz tranquila que levantase el pie que había puesto en el suelo sin percibir.  Obedecí y me llevé dos bofetadas.  Él limpió la mano manchada con mi sangre en mi camisa.  Sentí un enorme cansancio e hice fuerza para encontrar a mi madre a lo lejos, entre las otras mujeres.  Ella tenía los brazos erguidos bien encima de la cabeza.  Lloraba en silencio.  Cuando nuestras miradas se cruzaron, ella sonrió suavemente, entre las lágrimas.  Un dolor terrible cortaba mi pierna que se doblaba sobre mi peso.  Intenté devolverle la sonrisa triste como para decir que las bofetadas no me habían dolido, que todo estaba bien y que lo más importante era no lamentarse, o actuar como Abu Othman.
Él pasó otra vez cerca de mí.  Al verlo, abandoné  mis pensamientos.  Volvía a su lugar sin mirarme.  Al llegar cerca del cadáver de su mujer, se detuvo.  Sólo veía su cuerpo de espaldas, doblado, las ropas ensopadas de sudor.  Podía imaginar su rostro vacío, silencioso y mojado por la transpiración.
El se agachó para cargar el cuerpo.  Muchas veces vi a su mujer sentada delante de la tienda esperando que él acabase de almorzar, para volver con la marmita a la casa.  Él pasó, por tercera vez, delante de mí, cansado, con el sudor inundando el rostro arrugado.  Pasó cerca de mí, siempre sin verme, y vi otra vez su dorso encorvado entre las dos filas de prisioneros, que ahora ya no lloraban.
El silencio, de repente, envolvió a las mujeres y a los viejos.  Fue como si los recuerdos de Abu Ohtman penetrases por los huesos de todos.  Recuerdos que él acostumbraba a contar a todos los hombres de Ramallah cuando conversaban en las sillas de la barbería.  Recuerdos que ahora henchían todos los pechos y se infiltraban subterráneamente en los huesos, para corroerlos como ácido.
Era una persona muy querida.  Confiaba en todo y en todos, y más aún, en él mismo.  Comenzó de la nada y, cuando la revolución de la Montaña de Fuego lo empujó a Ramallah, volvió al punto de partida.  Recomenzó, entonces, a trabajar duro, siempre útil como una planta fecundada por la tierra fértil de Ramallah.  Consiguió la estima y el afecto de los habitantes de la ciudad, cuando comenzó la última guerra de Palestina, vendió todo lo que tenía para comprar armas, que distribuía entre los parientes, pidiéndoles que cumpliesen con su deber.  La barbería se transformó en depósito de armas y municiones.  Él nunca pidió nada a cambio de sus sacrificios.  Todo lo que deseaba era ser enterrado en el bello cementerio de la ciudad, a la sombra de los árboles frondosos.  Los hombres de Ramallah sabían que Abu Othman esperaba ser enterrado allí cuando llegase el día.
A mí alrededor, los rostros cubiertos de sudor reflexionaban el peso de los recuerdos.  Yo miraba a mi madre, parada allí con los brazos levantados, el cuerpo erecto, como si no sintiesen ningún cansancio.  Inmóvil como una estatua de plomo, ella seguía a Abu Othman con los ojos.  Doble un poco la cabeza para ver al “tío”, que ahora estaba delante de un soldado judío.  Él dijo alguna cosa y después apuntó a su barbería.  Luego fue andando, solo, en dirección a ella.  Volvió luego, trayendo una sábana blanca que usó para envolver el cuerpo de su mujer.  Retornó entonces, con ella en los brazos, su marcha rumbo al cementerio.
Volví a verlo un poco después, viniendo en nuestra dirección con el caminar muy pesado, el cuerpo aún muy encorvado, los brazos cansados pendulando a lo largo del cuerpo.  Se aproximó lentamente a mí.  Había envejecido mucho.  Su rostro tenía el color del polvo.  Jadeaba.  Sobre su pecho se mezclaban trazos de sangre y barro.
Se paró a mi lado y quedó encarándome como si yo fuese un desconocido.  Permaneció un poco allí, parado en medio de la carretera, sobre aquel terrible sol de julio, cubierto de polvo, mojado con sudor, sus labios agrietados y la boca, donde la sangre se secaba, entreabierta.  Continuó mirándome por un tiempo.  Tuve la impresión de ver en sus ojos un mundo de cosas que me perturbaban sin que yo pudiese llegar a comprenderlas.  Él retomó su camino, paso a paso, el aliento cortado.  Cuando llegó a su lugar, se detuvo dio vuelta el rostro hacia la carretera y levantó los brazos bien alto.
No fue posible enterrar a Abu Othman como él siempre había soñado.  Él entró en el escritorio del comandante judío para un interrogatorio.  Cuando colocó los pies allá adentro, todos oyeron una pavorosa explosión.  El edificio entero se destruyó y el cuerpo de Abu Othman desapareció entre los escombros.
Más tarde, mi madre contó, mientras caminábamos por las montañas rumbo a Jordania, lo que había sucedido.  Abu Othman, al entrar a la barbería antes de enterrar a su mujer, no había regresado solamente con la sábana blanca.


26/9/15

Los nenúfares de Edgar Allan Poe y su travesía americana

Edgar Allan Poe. Autor del relato "El silencio. (Una fábula)".
La palabra fue usada y abusada por los modernistas del siglo XIX: nenúfar. Venía, es claro, de las venas de Baudelaire y Mallarmé, quienes escribieron poemas en donde abundaba esa palabrita. Es muy probable que la misma fuera mucho más popular en su original francés, nénuphar, que en el castellano del siglo XIX. Pero estoy casi seguro, también, de que fue un poeta romántico estadounidense, Edgar Allan Poe, el responsable de que la misma se extendiera en la poesía francesa simbolista primero, y luego en la americana modernista. (Si no me equivoco, la expresión que en castellano se prefería y se sigue prefiriendo en América es “victoria regia”, y en Paraguay simplemente es más conocido en guaraní: “yrupe”).
Esto sucedió, creo, porque Baudelaire había traducido al autor de “Annabel Lee”. Yo conocí esa palabra gracias a Poe precisamente, y no a los modernistas ni a los simbolistas. Recuerdo el año: 1997. Fue gracias al poético cuento “El silencio (Una fábula)”, de 1837, traducido por Julio Cortázar. Todavía recuerdo cuando lo leí en una emisión radial que teníamos con la Sociedad Literaria Metáfora, allá por fines de 1999, en la radio comunitaria “Ara Pyahu” que funcionaba en la Cooperativa de Luque.
Charles Baudelaire. Traductor al francés del cuento.
En ese relato Poe había escrito: “For many miles on either side of the river's oozy bed is a pale desert of gigantic water-lilies”. El autor de Rayuela tradujo: “A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares”. Baudelaire había traducido antes: “De chaque côté de cette rivière au lit vaseux s'étend, à une distance de plusieurs milles, un pâle désert de gigantesques nénuphars”. “Lila de agua” es la traducción literal del término usado por Poe y, de hecho, también se le dice así a la planta. Sospecho que Cortázar tenía a la vista la traducción de Baudelaire cuando tradujo el relato, además de la todavía fresca memoria de su uso por parte de Rubén Darío y los suyos.
He investigado un poco, y el origen de la palabra es árabe, migrada al castellano por medio del dialecto andalusí. Sin embargo, los botánicos (desde 1809, cuando el británico John Smith nombró a este género de ninfeáceas) usaron un término más acotado, “nuphar”, porque “núfar” era la manera en que se decía popularmente hasta que los poetas franceses en ese mismo siglo, al parecer, recuperaron la palabra por medio de una traducción no literal de Poe, y regresó al castellano peninsular por medio, a su vez, del castellano americano con los poetas modernistas.
Julio Cortázar. Traductor al castellano del relato.
Los poetas españoles terminaron utilizándola tanto e indiscriminadamente, que se cuenta que muchas veces no conocían siquiera a qué hacía referencia: solo les gustaba el sonido de embrujo de la esdrújula en su forma plural. Así dice la leyenda que un día el poeta Francisco Villaespesa estaba paseando con Unamuno cuando vio estas plantas en un estanque. Sorprendido, le dijo al autor de Del sentimiento trágico de la vida: “Mire usted, Don Miguel, ¡qué maravilla!, ¡y flotan! ¿qué serán?”. Unamuno respondió con total naturalidad: “Son nenúfares. Esas flores de las que tanto habla usted en sus poemas”.
El libro de Nelson Roura.
En la década del sesenta, el poeta paraguayo fallecido tempranamente, Nelson Roura, publicó Nenúfar del silencio. Ignoro si era conciente de que, según esta teoría que acabo de enunciar, el título de su libro incluía una palabra (nenúfar) contigua a otra (silencio) que hace alusión al origen de la popularidad literaria de la primera: un relato de Edgar Allan Poe traducido por Charles Baudelaire traducido por Julio Cortázar.

1/6/15

Alanis Morissette y los 90s



Alanis Morissette cumple hoy 41 años. Lo pienso y no puedo creerlo. A mi me encantaba su música y, sobremanera, me encantaba ella. Sus movimientos en el escenario (sobre todo los de sus manos), su larguísimo pelo ondulado, esos dientes grandes en su sonrisa panorámica, me provocaban una ternura muy sensible para mi adolescencia en los 90. Nunca olvido que en el último día de 1996, pasaron en la tele su breve concierto en Hyde Park del 29 de junio de ese año (el mismo día que tocaron The Who y Eric Clapton), y fue la primera vez que vi (aunque sea por televisión) un concierto suyo. La adoraba. Yo tenía 15 años, y pasaba probablemente por la más importante metamorfosis de mi personalidad: dejé de creer en Dios, había empezado a agrupar unos olvidables poemas en una carpeta con impresiones hechas en el legendario Word Perfect para DOS, y estaba enamorado de una chica con la que había soñado todo el verano y que se había puesto de novia frente a mis ojos con otra persona. Eran años en los que sufrir era casi un placer necesario, porque ese ingenuo sufrimiento era provocado por el proceso kafkiano de convertirnos en un extraño (y orgulloso) insecto para los demás, y a la vez porque a partir de allí comenzaríamos a ser la aventura definitiva de lo que hoy somos. Hablo no solo de mi, sino de muchos de mi generación. Y Alanis, me acuerdo, era una de esas chicas veinteañeras con cierto espíritu de la Janis Joplin que no conocimos que le habían puesto música a esos años demasiado artificiales y vacuos del wasmosismo neoliberal que nos prometía "avanzar" 50 años en 5.
Por eso, desde el anonimato más ignoto, celebro con ella este día.

28/5/15

Nicolás Leoz: El hombre “dulce” de la plata dulce de la corrupción

Investigado. Leoz pasó de ser un mimado de los negocios de las multinacionales a ser requerido por la FBI
Nicolás Leoz dijo en la presentación de su libro de memorias, titulado Pido la palabra (Buenos Aires, 2001), que nació en un ignoto pueblito del Paraguay llamado Pirizal, a 78 kilómetros del chaqueño Puerto Casado, en donde vivían “quinientas personas y tres mil indígenas”. Así es, básicamente, Nicolás Leoz: existen para él las “personas”, por un lado, y los “indígenas”, por el otro. El hecho lo contó el escritor uruguayo Eduardo Galeano en un brillante resumen del Mundial 2006[1]. Alguien se lo habrá contado a él, sabedor de la obsesión del autor de El fútbol a sol y sombra por las paradojas. De alguna manera pictórica, se me ocurre, esta frase lo muestra a Leoz de cuerpo entero, de tamaño natural, aunque muchos (periodistas, empresarios, políticos) lo hayan visto siempre con la mirada emocionada del hagiógrafo: la del que mira y admira a un santo. Para él todo ha sido siempre una cuestión de números. Quinientos. Tres mil. Setecientos mil. Un millón. Millones.

Este hombre fuerte del fútbol sudamericano llegó al máximo órgano rector del fútbol mundial, la FIFA, luego de arrancar su carrera como dirigente en el Club Libertad, el mismo en el que comenzó su meteórico ascenso de cabecilla deportivo (y político), el actual presidente del Paraguay, Horacio Cartes. Bajo su gerenciamiento se puso el nombre de Leoz al estadio de la institución. A su vez, Alfredo Stroessner, el dictador paraguayo, era hincha del equipo albinegro. La única vez que éste ganó el campeonato paraguayo (1976) mientras Stroessner fue presidente del país, Leoz a su vez presidía el club, y Alfredo Stroessner (h) era su vicepresidente. Tiempo después fue aquél quien recibió a Leoz en Palacio de López cuando la selección paraguaya ganó la Copa América de 1979: éste ya era presidente de la entonces Liga Paraguaya de Fútbol. Simples casualidades de tres presidentes, que le llaman.

Ka'a he'e, Cargill y Coca-Cola 

Hoy Leoz, retirado de la dirigencia, es un exitoso empresario en el rubro de la producción y exportación de stevia rebaudiana (ka’a he’ê). La imagen de la inauguración de la planta industrial en Ypacaraí de su empresa NL Stevia, a fines de 2008, ocupó las portadas de los principales periódicos, como un ejemplo de inversión y “apuesta al país”. (Estaba acompañado del entonces presidente Fernando Lugo, como estuvo acompañado en las fotos de cuantos presidentes hayan pasado por Mburuvicha Róga, la casa presidencial. Todos le han rendido pleitesía). Leoz encarnó siempre para el periodismo más básico del área económica una especie de mesías de cuya mano llega al Paraguay, indefectiblemente, la salvadora “inversión extranjera”. Trajo la Conmebol, el Museo del Fútbol, un hotel y una nueva planta industrial asociada a la empresa sueca Granular SA. Es un "solidario" hombre de negocios.

El socio comercial principal de Leoz en la venta de la producción primaria de ka’a he’ê es Cargill, proveedora a su vez de Coca-Cola. Solo un año antes de la habilitación de la planta de Ypacaraí, la multinacional del agronegocio comenzó a urdir el plan de negocios en torno a la planta de origen (y nombre) guaraní. “En mayo de 2007, Cargill y The Coca-Cola Company se asociaron para comercializar un nuevo producto derivado de la planta del ka’a he’ê […]. Sigilosamente, al poco tiempo la compañía Coca-Cola presentó 24 pedidos de patentes en Estados Unidos sobre este ingrediente y así desarrollar exclusivamente el edulcorante en bebidas a través de la marca ‘Truvia™’. Para Cargill, este nuevo negocio representa la oportunidad de mantener exclusividad para comercializar el edulcorante en yogures, cereales, helados y dulces, y desplazar a algunos de sus competidores históricos del sector agroalimentario, tales como Arche-Daniels-Midland Company (ADM), el mayor productor de jarabe de maíz, y NutraSweet”[2], cuenta en un artículo el investigador Gustavo Torres. Es central, entonces, la posición de la empresa de Leoz en la competencia por patentes de uso exclusivo de plantas medicinales autóctonas, en este caso del Paraguay, por parte de multinacionales en la industrialización de sus productos. El ka’a he’ê es utilizado ancestralmente por los indígenas al que el dirigente deportivo paraguayo no considera “personas”; pero hoy tiene, gracias a él, copyright estadounidense.

Últimamente, su interés es también inmobiliario: el 28 de abril pasado, el titular de Ferrocarriles del Paraguay S.A. (Fepasa), Roberto Salinas, confirmó que Leoz está interesado en “invertir” en la zona de la franja de dominio del ferrocarril moderno que se prevé pasará, precisamente, por donde la Confederación Sudamericana de Fútbol tiene sus oficinas, en Luque. Diversas voces hablan de que detrás del proyecto de ley que fija en 40 metros de tierra (20 a ambos lados), los territorios que serán afectados por la construcción de las líneas, existiría un “negociado” inmobiliario que terminaría beneficiando de manera alevosa a capitales como los de Leoz. A él le interesa, según el propio Salinas, desarrollar proyectos comerciales en el área de influencia de las instalaciones de la Conmebol [3].

Inmunidad del edificio de la Conmebol: un regalo paraguayo

Estas instalaciones están en donde están no por mera casualidad. En 1993, la Municipalidad de Luque, presidida por el colorado Vicente Cáceres, donó a la Confederación Sudamericana de Fútbol un predio de 42.000 metros cuadrados. El 31 de enero de 1994 se dio la palada inicial, y casi dos años después, en noviembre de 1995, comenzó la construcción del edificio de nueve pisos, inaugurado el 23 de enero de 1998. En aquella oportunidad, el presidente de la República del Paraguay, el también colorado Juan Carlos Wasmosy, se refirió a Leoz como “un paraguayo ilustre que enaltece su país”. Menos de un año antes, el Congreso paraguayo, con mayoría partidaria de Wasmosy, concedió a la sede de la Conmebol algo que ningún otro país democrático estaría en condiciones de conceder: aprobó la Ley 1070 que otorga al edificio el mismo alcance que la Convención sobre Privilegios e Inmunidades de las Naciones Unidas. Dicha Ley paraguaya vigente tiene cuatro artículos: 

Artículo 1 - Concédese a la Confederación sudamericana de fútbol (C.SFf) la inviolabilidad de su local permanente, situado en el municipio de la ciudad de Luque.
Artículo 2 - Extiéndase la prerrogativa de la inviolabilidad de su local a sus bienes, archivos, documentos y papeles existentes en el mismo.
Artículo 3 - La inviolabilidad dispuesta en esta Ley, tiene el mismo alcance que la establecida en las secciones 3 y 4 de la Convención sobre los Privilegios e Inmunidades de las Naciones Unidas, ratificada por Ley n° 11 del 19 de febrero de 1952.
Artículo 4 - Comuníquese al Poder Ejecutivo - Aprobada por la Honorable Cámara de Senadores el Veinte de Diciembre del año un mil novecientos noventa y seis y por la Honorable Cámara de Diputados, sancionándose la Ley, al veintinueve de mayo del año un mil novecientos noventa y siete [4].

La Ley fue publicada el 19 de junio de 1997. Rubricada por las firmas del presidente de la Cámara de Diputados, Atilio Martínez Casado, y el presidente de la Cámara de Senadores, Miguel Abdón Saguier, ambos correligionarios de Nicolás Leoz en el Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA). Además, llevan las firmas de Wasmosy, y del entonces Ministro del Interior, Atilio R. Fernández.

Blindado. Leoz consiguió para el edificio de la Conmebol el mismo estatuto que los locales de la ONU.
Según la Convención de las Naciones Unidas, en su artículo II, sección 3, “los locales  de las Naciones Unidas serán inviolables. Los haberes y bienes de las Naciones Unidas, dondequiera que se encuentre y en poder de quienquiera que sea, gozarán de inmunidad contra allanamiento, requisición, y expropiación y contra toda forma de interferencia, ya sea de carácter ejecutivo, administrativo, judicial o legislativo”. En el local existe una placa que certifica el carácter "inviolable"[5].
               
Dieciocho años después de aquellos regalos paraguayos para la Conmebol (terrenos y Ley, gestionados por el propio Leoz), el hombre que llevó los destinos de la institución continental por más de un cuarto de siglo es investigado por las justicias suiza y estadounidense. Es requerida su extradición por parte de las autoridades norteamericanas por los delitos de fraude, fraude en giros, conspiración para lavado de dinero, lavado de dinero y obstrucción de la justicia.

Las marcas y el fútbol: negocio oscuro

Se puede decir que la génesis de esta historia es el romance entre la FIFA y las marcas, entre el fútbol y el mercado, que coincide exactamente con el arribo de un hombre a la presidencia de la FIFA en 1974. E ese mismo hombre fue quien dio la palada inicial aquella lluviosa mañana del 31 de enero de 1994 en Luque, cuando todavía no existía el “inviolable” edificio de la Conmebol. En la foto de aquel día está al lado de Leoz, mientras Eugenio Figueredo (otro de los acusados hoy) le sostiene un paraguas, atento y servicial, para que no se moje. Ese hombre se llamó Joao Havelange.

Dueño del planeta fútbol. Joao Havelange concibió el fútbol como negocio.
Como contó David García en un artículo publicado en El Dipló, Havelange era el hombre de las marcas. El 11 de junio de 1974 la candidatura del brasileño, impulsada por las empresas, llegó a buen término y fue elegido presidente de la FIFA. Mientras se jugaba el Mundial de Alemania ese año, Horst Dassler, presidente de Adidas France, distribuyó “un fajo de billetes entre los delegados todavía indecisos o susceptibles de captar otros votos para incitarlos a sostener a Havelange”, según cuenta Andrew Jennings, en Carton rouge! Les dessous troublants de la FIFA (citado por García). Fue el mismo Dasler el que fundó, en 1983, la empresa International Sport and Leisure (ISL), dedicada a gestionar derechos de transmisión televisiva de eventos deportivos. No los transmitía él: los revendía a precios de ensueño. Dasler (y sus socios comerciales de la FIFA) es el responsable directo de que, hoy mismo, solo quienes paguen puedan ver los partidos de la Copa Libertadores de América 2015, según el mismo modelo empresarial adoptado por la Conmebol bajo la presidencia de Nicolás Leoz (1986-2014). ISL quebró fraudulentamente en 2001, y ese fue el principio del fin para varios dirigentes de la FIFA[6].   

Casi nadie lo consignó en la prensa paraguaya –adoradora impenitente del empresario Leoz, del “patriota” Leoz-, pero el primer nombre que surgió en la investigación suiza en esta historia de sobornos, allá por 2008, fue el suyo. Jean-Marie Weber, amiguísimo de Joseph Blatter, era vicepresidente de la FIFA, cuando junto a otros cinco dirigentes fue imputado por el desvío de 70 millones de euros pagados por las cadenas televisivas Globo (Brasil) y Dentsu (Japón), en concepto de derechos de televisación de las Copas del Mundo de 2002 y 2006.  Weber no quiso revelar los nombres de quienes habían recibido sobornos en el proceso, pero a alguien se le escapó la lengua y el nombre del paraguayo (quien según creía la justicia suiza en ese entonces, había cobrado 147.518 euros), y el del ex presidente de la Federación de Fútbol de Tanzania, Muhidin Ndolanga (11.138 euros), fueron los más comprometidos. “Durante la audiencia, los seis acusados terminaron admitiendo que en la década anterior a la quiebra de ISL pagaron unos 96,2 millones de euros de sobornos, vía una cuenta del banco LGT de Liechtenstein, pequeño paraíso fiscal situado en el corazón de la vieja Europa. En su descargo, la legislación helvética no prohibía las comisiones al momento de los hechos. Por lo que los antiguos dirigentes de ISL y sus ‘socios’ [entre ellos Nicolás Leoz] de la FIFA fueron reconocidos como responsables pero... no culpables”, cuenta García en su artículo.

En 2013, el mismo Leoz reconoció esa responsabilidad en una investigación interna de la propia FIFA. “En cuanto al Dr. Leoz, éste alegó que todo el dinero recibió del ISL lo donó a un proyecto escolar, pero lo hizo hasta enero de 2008, ocho años después de haberlo recibido. En todo caso, Leoz no fue completamente franco con el Comité Ejecutivo de la FIFA en una sesión que se celebró en diciembre de 2010 ni tampoco con Michael J. García cuando se entrevistó con él con motivo de este análisis”[7], es lo que informó Hans-Joachim Eckert, quien presidía el órgano de decisión de la FIFA sobre el caso de los sobornos. Con ese “dictamen”, la FIFA cerró el caso. Leoz fue “invitado” a abandonar su cargo en el órgano con sede en Zurich, e hizo lo propio en la Conmebol, alegando simplemente “cansancio”.

Buscado por la FBI

Pero la justicia suiza no se quedó cruzada de brazos. Y había encontrado en el camino una silenciosa aliada: la de los Estados Unidos. ¿Por qué? Pues porque para la FBI y la Fiscalía norteamericanas hubo lavado de dinero mediante entidades bancarias y financieras de los Estados Unidos en los pagos hechos. Es decir, para la fiscal general estadounidense Loretta Lynch los delitos se cometieron en territorio de su país. Para colmo, con un desparpajo de impunidad muy al estilo paraguayo, Leoz reconoció que recibió 130 mil dólares, los que destinó a “cuatro escuelas indígenas”: justo a aquellos niños a los que no considera “personas”. Solo que ahora la investigación habla de 600 mil dólares más. Y todavía no se habla de los supuestos sobornos recibidos en torno a la adjudicación del Mundial de 2022 a la petrolera Qatar, en un idilio entre la FIFA y el mundo árabe más conservador, que comenzó cuando denominaron en 1992 Copa Rey Fahd (rey de Arabia Saudita, país violador de derechos humanos básicos y aliado estratégico de los Estados Unidos) al torneo de campeones de confederaciones previo al Mundial (precisamente) de Estados Unidos en 1994. Pero de lo que sí se habla en las 162 páginas del texto de la denuncia que dio a conocer el Departamento de Justicia de aquel país, es  que “Durante la presidencia de Nicolás Leoz (1986-2013) la Conmebol desarrolló una lucrativa relación comercial con Traffic [empresa dedicada a la transmisión televisiva] (…). Desde principios de los años 90, los directivos de Conmebol, incluido Nicolás Leoz, empezaron a solicitar coimas a cambio de tomar varias medidas, incluida la renovación de los contratos (televisivos) por la Copa América”[8]. Lo que incluyó todas las Copas entre 1993 y 2011, en medio la realizada en Paraguaya en 1999. Y los pagos fueron hechos desde Estados Unidos, mediante el Delta National Bank del estado de Florida. ¿En qué banco recibía el dinero Leoz, en Asunción? En el Banco do Brasil. ¿Recuerdan qué institución funcionó en su edificio de la calle Nuestra Señora de la Asunción y Oliva, en la capital paraguaya? Pues, hasta la construcción del edificio en Luque, en el mismo edificio que la entidad bancaria funcionaban las oficinas administrativas de la Confederación Sudamericana de Fútbol. “Nicolás Leoz solicitó y recibió sobornos de Traffic en conexión con cada Copa América desde esa fecha hasta el 2011. Los pagos fueron incrementándose a través del tiempo, hasta el punto de alcanzar figuras de 7 números en millones de dólares”, cuenta el diario Abc Color.

Pagos ilegales. Leoz habría cobrado los sobornos mediante el Banco do Brasil de Asunción, en cuyo edificio funcionó durante años las oficinas de la Conmebol.
El periodismo corporativo paraguayo casi que no sale de su asombro ante este proceso internacional abierto contra alguien a quien, desde hace más de 30 años, considera un “prohombre de la patria”. Pero lo que ese periodismo debería preguntarse es que si ante este esquema de corrupción instalado en la FIFA, a partir del modelo de negocios que ha adoptado para regir el fútbol internacional, no es posible conjeturar que en el seno de la Conmebol (imitador temprano de dicha estrategia, de la mano de Leoz) también hubo cosas turbias sucedidas en todos estos años. Claro que, en este caso, habrá que preguntarse además otra cosa: ¿Es posible investigar, allanar el local de la Conmebol cuando el propio Leoz se ha encargado, hace dieciocho años, de blindar al mismo mediante una amistosa Ley concedida por sus amigos de la clase política paraguaya de entonces y de hoy? En el mismo proceso abierto contra él, el Estado paraguayo se ha encargado de ponérsela difícil a los acusadores de Leoz para buscar pruebas documentales en el edificio de Luque, acerca de su responsabilidad en el delito de que se le acusa. Y, por qué no, tal vez corresponda legítimamente preguntarse de dónde proviene la fortuna de Nicolás Leoz, aquella que le ha permitido invertir en la stevia rebaudiana, en inmuebles, en la industria farmacéutica y médica.

En cualquier caso, y a pesar de inmunidades de regalo, no amanecerá tranquila la Conmebol durante los próximos meses. Hasta es probable que aquellos indígenas mbya guaraní que sobreviven en la miseria en los alrededores del edificio del ente del fútbol sudamericano, sientan el aire enrarecido que hay allí. Su retirado vecino de los últimos años, quien probablemente los miraba con indiferencia desde uno de los ventanales de una de las nueve plantas de su flamante y orgullosa construcción, es probable que hoy quiera ser menos “persona jurídica” que los que él mismo consideraba a “esos” que pasean su miseria por el barrio del fútbol sudamericano.



[1] http://www.pagina12.com.ar/diario/deportes/8-69984-2006-07-16.html.
[4] www.bacn.gov.py/pdfs/20140926121831.pdf.
[5] Conmebol, 2001, Confederación Sudamericana de Fútbol, págs. 241-251, Asunción, 2001.
[6] http://www.eldiplo.org/index.php?cID=2000695.
[7] http://www.abc.com.py/deportes/futbol/se-cierra-caso-isl-tras-salida-de-havelange-y-leoz-566840.html.
[8] http://www.abc.com.py/deportes/futbol/coimas-en-cada-copa-america-1370965.html.

27/4/15

Roa Bastos visto por José Donoso

Fotografía del artículo de 1962. Roa Bastos caminando en Concepción, Chile.
 En  1972, José Donoso publicó Historia personal del boom, su versión “oficial” (y, por lo tanto, interesadamente parcial) sobre el fenómeno narrativo de América Latina en la década previa. El núcleo preponderante en ese contexto favorable  para la literatura del continente, por supuesto, estaba formado por Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y el propio Donoso, a quienes se le podía añadir un quinto: Carlos Fuentes. Fue precisamente el escritor mexicano quien en 1962, en la chilena ciudad de Concepción, dio una especie de cátedra política y literaria sobre lo que era la naciente nueva narrativa hispanoamericana, en el marco de la VIII Escuela   de Verano organizada por la universidad de la ciudad. Ese cónclave, al calor del apoyo de la mayoría de los escritores a la fresca Revolución     Cubana, fue decisivo para que el boom tomara fuerza de grupo, según explica Donoso en su libro.   En ese encuentro estaba, también, Augusto Roa Bastos, quien es mencionado un par de veces —sobre todo por su condición de exiliado— en el volumen de memorias del autor de Coronación.
Algo de su paso por Concepción y de lo que pensaba Roa Bastos especialmente sobre su afición más fuerte en ese entonces, el cine, se puede conocer gracias a un artículo, titulado "Roa Bastos: La voz del Paraguay", que José Donoso publicó el 31 de enero de 1962 en la legendaria revista Ercilla. Donoso cuenta allí que el escritor paraguayo “presenta la  conmovedora faz del intelectual obligado a vivir durante largos años en el exilio por las dictaduras de su país: el Paraguay”. 
Narra que el paraguayo estaba decepcionado del resultado de la película  El trueno entre las hojas (1958), cuyo guion basado en su cuento (novela, dice erróneamente Donoso) también había escrito él. “El espectacular desnudo de Isabel Sarli le hizo sombra a todo lo demás...”, le dijo. El escritor chileno habla también de la versión cinematográfica de Hijo de hombre, que “es otra cosa” diferente a la anterior película. “Dice Roa Bastos que el cine argentino se encuentra en estos momentos en gran auge, más que nada por el esfuerzo e inspiración de la obra de un actor-productor chileno: Lautaro Murúa”, informa. Y sigue: “Señala Roa Bastos  que además en Buenos Aires en este momento existe un gran grupo de cineastas y escritores —Tomás Eloy Martínez, Rodolfo Kuhn y otros— que se están dedicando a planear un programa de televisión que también tendrá   las características de calidad e independencia del nuevo cine argentino”. Ignoro si aquel programa  existió realmente, pero Donoso afirma que Roa Bastos formaba parte del grupo que “traerá una renovación importante en  la televisión, y abrirá este medio para los escritores serios que deseen colaborar”.
 

Roa Bastos descalificado

Ese artículo de 1960 no fue el primero que Donoso escribió en Ercilla sobre Augusto Roa Bastos.  El 21 de noviembre de 1960, dos años antes, el chileno publicó "Cita nocturna con mis amigos escritores", una crónica de un encuentro con Miguel Ángel Asturias, Dalmiro Sáenz, Roa Bastos y otros en el departamento del narrador Bernardo Kordon (de quien el paraguayo adaptó un cuento para el guion de la película Alias Gardelito, del citado Murúa).
En Buenos Aires. Foto que ilustra otro artículo.

En esta crónica el  autor de El obsceno pájaro de la noche revela un hecho poco conocido de la biografía literaria de Roa: que    había sido uno de los ganadores del célebre concurso de relatos de la edición en castellano de la revista norteamericana Life, ganado en 1960 por el escritor argentino Marco Denevi (a quien también entrevista Donoso en la publicación)  con su magistral relato "Ceremonia secreta", y  quien dejó en el segundo lugar a Juan Carlos Onetti, con su inolvidable relato "Jacob y el otro".
Sin embargo, Roa fue descalificado porque había presentado en el certamen dos relatos que formaban parte de Hijo de hombre. También Dalmiro Sáenz lo había sido en el mismo concurso, pues su cuento "No" ya había sido publicado previamente al galardón obtenido, por lo que el mismo le fue retirado.
“Este año me he sacado tres premios. Uno, de guion cinematográfico. Otro, el premio Losada por Hijo de hombre. El último, el premio Life, que no llegaré a recibirlo: mandé mi novela al mismo tiempo a Losada y —dos capítulos arreglados— a Life”, cuenta sobre el affaire literario.
Roa, aquí, le dice a Donoso la consabida historia de la influencia de su madre en su carrera literaria (“Yo tenía una madre pajarito”, dice, “a la que le gustaba hacer versos y cantar canciones nostálgicas”), entre otras cosas de su vida (“Estaba empleado en una compañía de seguros y acaban de despedirme. No importa; ahora estoy trabajando en guiones cinematográficos”).
Los artículos de Donoso muestran a un Roa Bastos en la estela de un éxito inédito para él hasta ese entonces en los ámbitos de la literatura y el cine.

2/12/14

Juan Goytisolo, el Cervantes a las "disidensias"



La fundación de la más radical novela modernista, entendido el término no en el sentido exiguo, y recluido en el castellano, de Rubén Darío e Hispanoamérica –quienes sintomáticamente desdeñaron este género narrativo– sino de la novela europea  entre  los años 20 y 40, surge a partir del desacuerdo esencial entre un escritor  y su país: James Joyce pasó horrores para publicar en Irlanda  su épica cotidiana y etílica llamada Dublineses y, sobre todo, su nocturnal novela Ulises, editada en 1922 en Francia. Esta  obra es, además de un territorio literario y existencial que se extiende  en la sincronía del lenguaje, una reflexión diacrónica y vagabunda del desarraigo y el conflicto del hombre y la mujer modernos con su ciudad, con su país. Esa es una de las pulsiones características de la novela moderna. Las más “emblemáticas” están marcadas por ese trazo a un tiempo ciudadano, histórico, cultural,  literario y, muchas veces, idiomático (es lo que le pasó a Joseph Conrad, un precursor, quien migró del polaco al inglés). Esto se da desde el citado Ulises a El tambor de hojalata de Günter Grass. En América Latina esta tendencia patricida coincide con el llamado boom, de Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, a Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos.
En España, suele decirse que es Camilo José Cela, con La familia de Pascual Duarte (1942) que se actualiza la novela ibérica. Es una verdad a medias, si acaso es verdad... Recién con El jarama (1955), de Rafael Sánchez Ferlosio, y Tiempo de silencio (1962), de Luis Martín-Santos, la narrativa española  se despereza de su letargo católico-franquista (por lo demás bastante abúlica desde el surgimiento  fundador de Cervantes, con el episódico Benito Pérez Galdós y el  áspero Pío Baroja en medio). Esto hasta la aparición de Señas de identidad, de Juan Goytisolo.
 

Contra el católico-franquismo

Nacido en Barcelona en 1931 en el contexto de una familia burguesa catalana, la experiencia de la Guerra Civil  lo marca como lo hizo en la mayoría de los niños de su generación: con el horror
frente a los ojos. Su madre, en 1938, fallece a raíz del bombardeo franquista a su ciudad natal. Para mayor tragedia, su padre se reivindica anti-republicano, es decir, simpatizante furibundo del fascismo que asesinó a su madre. Esta experiencia raigal lo marcaría para siempre.  
En el 2002, reúne de diferentes fuentes sus recuerdos biográficos y publica sus Memorias. Allí explica bastante claramente su decisiva sensación de desubicación en la España de posguerra: “Autodidacta por obra de las circunstancias, me forjaría a solas una cultura desordenada y caprichosa cuyos efectos arrastraría hasta la treintena y de la que no lograría zafarme, sino el día en que relajado ya definitivamente del medio barcelonés y español, empecé a revisar por mi cuenta los valores y las normas que habían regulado hasta entonces mi vida sin las anteojeras ni prejuicios inherentes a toda ideología y sistema”.
Dos años antes de enajenarse de España, en 1954, publicó Juego de manos, su primer libro. En 1956, se encontraba ya en París en donde el conocimiento de Monique (a quien estaría diez años después dedicado Señas de identidad) le abre la posibilidad de conocer a alguien que influenciaría fuertemente en su escritura y en su sexualidad: por ella conocería a Jean Genet, sobre quien años después escribiría un libro, y también descubriría su homosexualidad, definitoria también en su rechazo del medio español dominado por el conservadurismo intolerante.
 

Trilogía de Álvaro Mendiola

Luego de publicar una serie de novelas hoy muy poco leídas, en 1966 dio a conocer su ya dos veces citadas aquí Señas de identidad, la que con Reivindicación del conde don Julián (1970, décadas después revisada,  reescrita y rebautizada Don Julián, a secas) y Juan sin tierra (1975), constituyen su llamada Trilogía de Álvaro Mendiola, personaje que recorre las tres obras y al que Carlos Fuentes en La nueva novela hispanomaericana (1969), y en consonancia con lo que decía anteriormente acerca de la relación dislocada entre el escritor  moderno (y sus personajes) con su país,  llama “miniulises hispánico”.
La osadía formal que Goytisolo muestra en esta trilogía se corresponde exactamente a la valentía con que el escritor deja claramente sus diferencias con el proyecto histórico no solo del franquismo, sino de la misma España blanca y católica que viene del siglo XV y que heredaría la democracia. Si en la primera obra todavía existía cierta ligazón entre Álvaro y el medio español, en la segunda ese vínculo se quiebra definitivamente, no sin gozo y dolor al mismo tiempo. En la tercera, finalmente, la liberación del “héroe” es a la vez la liberación del autor marcada por el lenguaje y la estructura: Goytisolo es aquí también personaje del libro, en una resolución técnica que supera a la misma que por aquella época también Ernesto Sábato intentó, fallidamente, como recurso narrativo en Abadón el exterminador (1974). Pero también, Juan sin tierra, en su afán de ver al tiempo como un caleidoscopio lúdico, es la asunción política de la identidad étnica negada, humillada en el origen de la historia católica de España, esa misma España que hizo que Goytisolo “eligiera” vivir en las zonas fronterizas de su país de origen como para alejarse, pero tampoco demasiado al punto de perderle el pulso: Francia primero, Marruecos después.
Por eso esta trilogía es la piedra basal de la narrativa del escritor de origen catalán: porque muestra con exactitud  su propia evolución vital, política y literaria. Así como en su magistral Disidencias (1977) ya mostraba un inocultable interés por las fuentes otras de la literatura española (el erotismo de la olvidada del Siglo de Oro, María de Zayas, las fuentes judías y árabes de La celestina, de Fernando de Rojas, la anglofilia desconcertante de otro ninguneado como José María Blanco White, entre otros), sus trabajos reflexivos inmediatamente posteriores apuntalan su visión de un “Gran Marruecos” que debería incluir porciones de España: El problema del Sahara (1979), Crónicas sarracinas (1981) y Estambul otomano (1989). Lo que, por supuesto, le ha granjeado no pocos detractores y enemigos jurados.
En sus Memorias ya transcriptas aquí cuenta 
brutalmente, en esa segunda persona que tanto le gusta, el proceso de final “desespañolización” para mejor españolizarse. Dice: “El mismo día llegabas a Marraquech en vuelo inicialmente planeado para los dos, pero que solo tú realizaste: desvaída imagen del atardecer en el palmeral y la tierra ocre, insensible, en su estado de entonces, a la belleza, facundia e irradiación de una ciudad que en lo futuro te concederá el don magnificiente de la palabra. Encerrado en tu habitación del hotel, entre la Kutubia y Xemáa el Fna, vivirás momentos de soledad, exaltación y de rabia, consciente de haber roto la corteza de tu centro ardiente, llegado a la entraña de la que brota a borbollones el magma de escorias, materias abrasadas. La brusca y violenta jubilación, el nítido ramalazo destructor presentidos desde la infancia habían dejado de ser una visión sigilosa, acechante para hacerse reales: fuerza ligada a tu vivencia peculiar del sexo, gravitación animal de los cuerpos que debías asumir e integrar en tu conjunto textual con la misma desengañada lucidez y tranquila fatalidad...”.
Por ello, por la consuetudinaria y congénita inclinación a la exaltación de cierta “españolidad” por parte de quienes otorgan el Cervantes –aun cuando el premiado es un latinoamericano– sorprende esta decisión. Porque el premiado es un disidente, también, consuetudinario y congénito.

3/11/14

Revuelta racial y los editores: Una anécdota de Ben Bradlee



En la oficina. Bradlee en los años de Watergate.

En junio de 1949 cubrí las revueltas raciales que sucedieron en Anacostia, junto con Jack London (llamado así por el gran novelista), que durante el día estudiaba derecho y trabajaba como periodista para el Washington Post por la noche. El Washington Post fue el único periódico que las calificó de revueltas raciales. Pasando por encima de los cadáveres de Bradlee y London insistió en llamarlas "incidentes", "disturbios" o "manifestaciones". El conflicto surgió por ver quién podía nadar en qué piscinas públicas. Había seis piscinas de este tipo en el distrito de Columbia, todas ellas bajo jurisdicción del Departamento de Interior. Tres eran piscinas sólo para blancos (incluyendo la de Anacostia) y tres sólo para negros. Fue mi primer encuentro con la segregación real. En Washington, el Star y el News usaban todavía el término "de color" para referirse a los negros, tuviera o no algo que ver la raza del individuo con la noticia. En el Washington Post, la regla era no mencionar nunca la raza de una persona, a menos que fuera necesario para hacer la historia inteligible. Utilizábamos el término "negro" en ese caso; las palabras "black" o "afroamericano" no habían nacido todavía.
Una pandilla de jóvenes, pertenecientes a las secciones de Filadelfia y Nueva York de lo que quedaba del Partido Progresista de Henry Wallace, había decidido que la integración en las piscinas públicas de verano de Washington podía ser un proyecto que valiera la pena durante el periodo veraniego. Y, dicho y hecho, habían estado acudiendo, en el sofocante calor de las dos últimas semanas de junio, acompañados de jóvenes negros. En una ocasión, seis chicos negros se las habían arreglado para zambullirse brevemente en una de las piscinas blancas, hasta que empezaron a abuchearles y a salpicarles unos cincuenta blancos. Los salvavidas estaban pidiendo que se les relevara del trabajo, temiendo que se produjeran desórdenes que, fueran incapaces de controlar. La muchedumbre era cada vez más numerosa y los ánimos se estaban caldeando. Los periódicos —el Washington Post incluido— estaban muertos de miedo con aquella historia. Tenían miedo de decir la verdad y de las revueltas que, casi con seguridad, estallarían; y, al mismo tiempo, tenían miedo de no decir la verdad y arriesgar su honor y su reputación.
La segregación racial era una realidad en Washington, en pleno siglo XX. Los restaurantes podían negar legalmente la entrada a los negros y lo hacían rutinariamente. La Prensa apenas se ocupaba de la comunidad negra, incluido el Washington Post, que con Russ Wiggins y Ben Gilbert había sido el pionero en cubrir esta controvertida cuestión. Era norma no cubrir incidentes cuando implicaban a negros. Al poco de haber empezado a trabajar, recuerdo haber escuchado a través de la radio de la policía la descripción de un delito, y al preguntarle al redactor jefe de local de la noche si quería que fuera a cubrirlo, me contestó: “Bah, no. Es un asunto de negros”. Una de las más preciadas posesiones de un fotógrafo del Washington Post de aquella época era una foto en la que él estaba en cuclillas, con la cúpula del Capitolio al fondo, sosteniendo la cabeza de un hombre negro que acababa de suicidarse tirándose bajo un tranvía. La foto la había tomado otro fotógrafo de local. Nunca apareció ningún artículo sobre la muerte de aquel hombre, que había ocurrido a plena luz del día en la avenida Pennsylvania.
A las tres de la tarde del 28 de junio la radio de la policía transmitió una “llamada de emergencia” en Anacostia, y London y yo corrimos a cubrirlo. Durante las seis horas siguientes fuimos testigos de una verdadera batalla campal entre blancos y negros en la explanada que rodeaba la piscina. La policía montada del parque paseaba sus caballos arriba y abajo, en la tierra de nadie que se extendía entre las facciones enfrentadas. Las dos partes iban armadas con porras de fabricación casera, algunas con clavos incrustados que sobresalían. Oleadas de blancos disolvían periódicamente a la multitud para ahuyentar a los blancos a los que responsabilizaban de la situación por querer que se integraran las piscinas, o para acorralar a los negros. Estos iban detrás de los blancos que se quedaban aislados, allí donde pudieran encontrarlos. En total, había alrededor de cuatrocientas personas involucradas, divididas a partes iguales entre las dos razas. Al menos veinte polis trataban de controlar la revuelta, y había más preparados en la reserva.
London y yo nos dividimos por grupos. Lo cubrimos como si fuéramos corresponsales de guerra, metidos hasta la piel en la acción. Enviábamos las crónicas a la mesa —al redactor jefe de local de día y al equipo de edición— por teléfono cada media hora. Cuando cayó la noche y se dispersó la multitud volvimos a la redacción, sabiendo que teníamos entre manos una noticia de primera, conscientes de que habíamos cubierto un acontecimiento importante. En el taxi, nos preguntábamos qué otra cosa podría haber ocurrido en el mundo que nos impidiera abrir la primera página, al menos en la primera edición. 

El libro. Bradlee publicó sus memorias en 1995.
Nos lanzamos sobre el periódico en el momento en que salía de la rotativa. Nuestra historia no estaba en primera página. ¡Aquello era jodidamente increíble! Nada tampoco en el resto de la sección A. En la página suelta, la primera página de la segunda sección —normalmente, en aquella época, la sección local o metropolitana—, nada tampoco: ni una maldita línea. Empezamos a expresar nuestra indignación en voz alta. Las cosas empeoraron cuando "la" descubrimos finalmente dentro de la sección local; salvo que la historia no era sobre la revuelta racial que acabábamos de presenciar. El titular decía: “El Gobierno administrará la piscina McKinley tras la retirada de la Junta de Distrito”. La primera mención que se hacía sobre Anacostia en el artículo estaba en el octavo párrafo: “No se produjeron incidentes en la piscina de Anacostia durante el periodo de baño de la mañana...”. Las palabras “pelea”, “gresca” y “refriega” aparecían en los párrafos noveno y undécimo. Y los acontecimientos de la tarde y de la noche se describían cerca del final como un “incidente”.
Casi cuarenta y tres años después, Ben Gilbert se refirió como sigue al “incidente” en un informe, encargado por el editor Don Graham, sobre las relaciones raciales en el Washington Post, titulado “Levantando el velo sobre la Ciudad Secreta... El Washington Post y la revolución racial”:
John Riseling, el redactor jefe de local de noche, telefoneó a quien esto escribe [es decir, al propio Gilbert, entonces redactor jefe de local] a casa para informarle sobre lo que había ocurrido cuando se sugirió que el turno de día cubriera la noticia al día si-guiente. Riseling me contó las quejas de Bradlee y London diciendo que estaba armando «un buen follón» en la redacción. 

Aquello era exactamente lo que habíamos hecho, completamente indignados por el miedo que había mostrado el liberal Washington Post a contar la verdad, y cómo los redactores jefes estaban tan integrados en el “sistema” que no se atrevían a hablar de razas a menos que se tratara de alguna historia jugosa sobre un negro que lucha y logra el triunfo o un artículo sobre un fanático de raza blanca. London iba a ser abogado, por lo que no le preocupaba su carrera en el periódico, pero yo llevaba en el Washington Post sólo siete meses y no tenía a dónde ir. No obstante, estábamos furiosos e hicimos que todo el mundo se enterara.
De pronto sentí una palmadita en el hombro y, al darme la vuelta, me encontré de frente con Phil Graham, el editor, vestido de frac. “De acuerdo, muchacho”, dijo, “ven arriba conmigo”. Me llevó arriba, a su despacho en la quinta planta del viejo edificio del Washington Post. Allí —no podía creer lo que veían mis ojos— estaba Julius “Cap” Krug, el secretario de Interior, que era el responsable final de las piscinas de la ciudad; su subsecretario, Oscar Chapman, y, en representación de la Casa Blanca, el consejero especial del presidente Truman, Clark Clifford. Todos vestidos de frac, si mal no recuerdo.
Graham me invitó a que les contara mi historia a aquellos miembros tan elegantemente vestidos de la jerarquía de Washington. Nervioso al principio, me fui encendiera medida que hablaba. Cuando terminé, me despidieron con un “muchas gracias” y eso fue todo. El artículo de la página B2 no cambió en las siguientes ediciones, pero al día siguiente se trasladó a la primera página: “Cerrada la piscina de Anacostia hasta nuevo aviso”. El artículo incluía los nombres de los heridos y de los arrestados, el número de policías (100) y el número de los concentrados (450). Se seguía refiriendo al acontecimiento como “disturbio”.
Hasta mucho más tarde no supe lo que había pasado en el despacho de Graham. El editor había negociado un verdadero arreglo con los peces gordos: cerrarían inmediatamente la piscina de Anacostia, prometiendo que las seis piscinas operarían, el año siguiente, de forma totalmente integrada, o si no el artículo de Bradlee iría en primera página a la mañana siguiente. Krug y compañía aceptaron el acuerdo allí mismo, a pesar de que ello significaba cerrar una de las piscinas durante los dos meses más calurosos, en una ciudad sofocante, carente casi por completo de aire acondicionado.
Ningún editor se atrevería, hoy en día, a hacer un trato semejante. Primero, porque los negros no lo apoyarían. Los días en que los blancos tomaban decisiones que les afectaban sin su participación han pasado a la historia, y de ello nos felicitamos. Segundo, porque el trato nunca podría mantenerse en secreto, y su consecución precisamente dependía de que se mantuviera en secreto; los periodistas hablarían; los propagadores de rumores propagarían sus rumores; los analistas periodísticos publicarían todos los detalles. Los departamentos de prensa de Time y Newsweek harían un marcaje de lo más agresivo. El atropello de la prensa, ese nuevo fruto de la democracia americana, haría su irrupción.
Pero ¿sería el mundo mejor si no se hubiera hecho aquel trato? Seguramente habríamos tenido algún tipo de revuelta racial aquel verano o el siguiente. En lugar de eso, no tuvimos nada parecido durante diecinueve años, hasta 1968, cuando estallaron los disturbios por el asesinato de Martin Luther King, Jr.
Estoy instintivamente a favor de la luz del sol, contra las puertas cerradas, a favor del "deja que todo se ventile" y contra las habitaciones llenas de humo. Creo que la verdad hace libres a los hombres; odio tener que ceder un solo centímetro de terreno en contra de este elevado principio, pero estoy menos seguro hoy en día de lo que lo estaba entonces —cuando Phil Graham hizo su pacto secreto—, sobre si se sirve mejor al público dejando que lo sepa todo al mismo tiempo que se está produciendo un acontecimiento.



Ben Bradlee, La vida de un periodista, El País-Aguilar, 1996, págs. 144-149.