1/9/12

Cinco años sin Don Nardelli, un Quijote luqueño

Fotografía gentileza de la nieta de don Nardelli, Mechi Sánchez Nardelli.

A la hija y los nietos de don Nardelli, en cuya sangre también vive 
el sueño quijotesco del padre y el abuelo. 

El cartón de vino acababa de terminar. La noche respiraba inquieta del otro lado de las vías del tren, de un tren que hace rato había dejado de trasegar la cotidianidad de la ciudad, pero cuya presencia fantasmagórica todavía latía en los recuerdos solitarios de muchos. De muchos como él. Nadie caminaba en las calles. A veces se oía algo parecido a un grito etílico, eufórico, hacia la zona del bajo. El hombre septuagenario que tenía frente a mí se levantó, sacó unos billetes del bolsillo de su pantalón y me los pasó:

-Egueru ñandéve ja’uve, compañero. Igusto hina la ñande conversación- me dijo, y le dio una pitada profunda a su cigarrillo.

Era el año 2004. La despensa de donde fui a traer otro cartón de vino hoy ya no existe. Muchas cosas ya no existen. De hecho, don Félix Nardelli también ha dejado de existir. Y hoy hace exactamente cinco años de eso. Ya no existe en ese mezquino sentido material que le damos a la vida. Pero este vino abierto en su nombre estoy seguro que lo convoca esta noche, la misma que me lleva hasta aquella otra noche en que hablamos por largas horas de política, de fútbol, de mujeres, de la Guerra del Chaco, del siempre doloroso destino de las familias contemporáneas, de tantas cosas.

Abuelo de amigos entrañables, lo conocí como un hombre orgullosamente luqueño, aun cuando había nacido en Trinidad a fines de los años 20. Y el ciudadano común de su ciudad de adopción también estaba orgulloso de él: era uno de los últimos jugadores de fútbol vivos campeones con el Sportivo Luqueño en 1951 y 1953, junto a, entre otros, el gran José Parodi, quien vivía en la misma cuadra que él y quien murió un par de años antes que don Nardelli. Pero no solo eso, era querido por ser infinitamente generoso con las causas ciudadanas, con la gente común y corriente, la única que verdaderamente le importaba: si había que construir un puente, era el primero en hacerlo, de cualquier forma; si había que apadrinar a niños y jóvenes de escasos recursos en el difícil mundo del fútbol, lo hacía siempre con un desinterés quijotesco, casi poético. 

Tenía un brillo especial en los ojos cuando hablaba de tres cosas: de las gloriosas campañas de Luqueño en 1951 y 1953; de su hermano Pedro, también jugador de fútbol, recio zaguero centro como él mismo, quien jugó en el Boca Juniors y el Peñarol de la década del 50, y quien además era músico, autor del tema Ndaipóri problema; y de su paso por la Marina y el levantamiento rebelde en la Revolución del 47, de la huida suya con los alzados por vericuetos inverosímiles en el desvarío de Puerto Sajonia.

Una vez que, para un cuento hasta ahora nunca escrito, le pregunté por qué creía que, cuando yo era niño, en mi barrio jugábamos con honditas y bodoques lo que llamábamos “guerrilla”, de dónde pensaba había salido ese imaginario rayano lo subversivo, me habló de su infancia, de la cancha del Sportivo Trinidense llena de soldados recién llegados del Chaco, de oficiales que armaban dos bandos de niños y les enseñaban los rudimentos básicos de la aventura bélica. Y comprendí para siempre cuán marcada está nuestra cultura por la guerra, por las frías maquinaciones de lo militar. Todavía le debo ese cuento, don Nardelli, sepa disculparme…

La noche de los cartones de vino –la misma en que le regalé un libro de Raúl Amaral sobre los presidentes de la República del Paraguay- Nardelli recordó sus días de obrajero en el Chaco. Me contó, con una vanidad cuya belleza intrínseca no muchos comprenderían, que en medio de una noche de fin de semana, en un descanso regado de alcohol con los compañeros de trabajo, llegaron de repente los integrantes del conocido dúo Quintana-Escalante. Se unieron a la fiesta con naturalidad de juglares medievales. Nardelli cantaba por lo bajo las canciones que iba interpretando el dúo, en medio del delirio de los borrachines impenitentes de la vasta soledad chaqueña. Hasta que uno de ellos percibió ese canto subterráneo y, para sorpresa de Nardelli, lo invitó a cantar con ellos. Entonaron varias canciones, y lo felicitaron por el pundonor de sus interpretaciones. 

Era tan feliz don Nardelli recordando cosas excepcionales como aquellas. O la otra anécdota, de cuando con Luqueño fue a jugar a Montevideo una copa que era el prototipo de lo que luego sería la Libertadores. El hotel en donde se hospedaba el equipo paraguayo estaba a orillas del Atlántico. Prácticamente ningún jugador había visto el mar. Se demoraron horas en las playas de la ciudad. Pero Nardelli se demoró un poco más: una hermosa mujer estaba tomando el sol acostada sobre una enorme roca, y accedió a cruzar unas palabras con el aguerrido defensor paraguayo. No pasó un par de minutos cuando un policía se acercó en plan amenazante y quiso llevarse a Nardelli a la delegación por apenas charlar con la mujer. En esa discusión estaban futbolista y policía, cuando apareció Obdulio Varela, el gran capitán del Peñarol de Montevideo, el mismo que hacía apenas unos años había dado el “Maracanazo” con la selección uruguaya contra Brasil en la final del Mundial de 1950. Y ese título, definitivamente, pesaba para cualquier uruguayo: el policía fue blanco de una reprimenda antológica por parte de Varela, quien había llegado al hotel a saludar a la delegación luqueña. Nardelli y Obdulio regresaron al hotel riéndose del miedo bíblico del policía a la presencia colosal del jugador uruguayo.   

Poco tiempo antes de su muerte, la empresa tabacalera que producía los cigarrillos negros y sin filtro que don Nardelli fumaba, dejó de sacar al mercado la fiel marca de mi amigo, y creo que desde ese día él comenzó a morir. Cayó enfermo, y en cuestión de pocos meses, esa muerte a la que no temía y solía desafiar con esa voz grave que lo caracterizaba, se lo llevó sin más contemplaciones. Pero la muerte tampoco podría habérselo llevado antes, por más rápido que quisiera hacerlo: pudo volver a ver a su querido Sportivo Luqueño campeón del fútbol paraguayo, luego de 54 años.

El 1 de setiembre de 2007, el féretro de don Nardelli ingresó al estadio Feliciano Cáceres con todos los honores que se merecía. En vida, supo honrar al club al que marcó y que lo marcó de por vida y, me consta, también supo ser un crítico feroz y lúcido de determinadas administraciones de la institución auriazul, sobre todo las de la familia colorada –porque para él no era un dato menor dicha filiación política- de los González Daher.

No sé si estas son las palabras que Nardelli se merece, ahora que ha pasado un lustro de su ausencia, ahora que he vuelto a vivir a Luque, y que Luque ya no es la misma sin su sentido implacable y sin concesiones de lo humano, demasiado humano. Aun así, ahora mismo tengo ganas de cruzar la calle, de comprar un cartón de vino y fumar un cigarrillo sin filtro. Pero no solo, sino con Nardelli. Y eso, mágicamente, es lo que haré.