26/5/14

Una bala en el cerebro

Tobias Wolff

Anders no pudo llegar al banco hasta justo antes de que cerraran, conque, naturalmente, la cola era interminable y tuvo que estar parado detrás de dos mujeres cuya estúpida conversación en voz muy alta le dio ganas de matarlas. En cualquier caso, Anders, un crítico literario conocido por la insistente y elegante ferocidad con la que despachaba casi todo lo que reseñaba, nunca estaba del mejor humor.
Con la cola dando todavía la vuelta dos veces al cordón, una de las cajeras colgó un cartel de SIN SERVICIO en su ventanilla y se dirigió al fondo del banco, donde se apoyó en una mesa a perder el tiempo con un hombre que resolvió papeles. Las mujeres de delante de Anders interrumpieron su conversación y miraron a la cajera con odio.

-Muy bonito -dijo una de ellas. Se volvió hacia Anders y añadió, confiando en que estaría de acuerdo-: Uno de esos toques humanos que hacen que volvamos otra vez. 

Anders había acumulado por su cuenta un odio impresionante hacia la cajera, pero se dio la vuelta de inmediato hacia la presuntuosa llorica de delante.

-Así nos tratan de mal -dijo-. Es trágico, en realidad. Si a uno no le cortan la pierna equivocada o bombardean el pueblo de sus antepasados, le cierran la ventanilla.
La mujer siguió a lo que estaba.

-Yo no dije que fuera trágico -dijo-. Sólo creo que es un modo espantoso de tratar a sus clientes.

-Imperdonable -dijo Anders-. El cielo se lo tendrá en cuenta.
Ella se mordió las mejillas pero clavó la vista más allá de él y no dijo nada. Anders vio que su amiga estaba mirando en la misma dirección. Y entonces los cajeros dejaron de hacer lo que estaban haciendo, los demás clientes se dieron la vuelta lentamente, y en el banco se hizo el silencio. Dos hombres que llevaban pasamontañas negros y traje azul estaban parados al lado de la puerta. Uno de ellos tenía una pistola clavada en el cuello del guardia de seguridad. El guardia tenía los ojos cerrados y se le movían los labios. El otro hombre tenía una escopeta de cañones recortados.

-¡Cierren el pico!- dijo el de la pistola, aunque nadie había dicho ni palabra-. Si uno de los cajeros pulsa la alarma, los dejo a todos fiambre.

-Estupendo -dijo Anders-. Fiambre- se volvió hacia la mujer que tenía delante-. Un buen guión, ¿eh? La dura y cruda poesía de las clases peligrosas.

Ella le miró con ojos húmedos.

El de la escopeta empujó al guardia, poniéndolo de rodillas. Entregó el arma a su compinche y tiró de las muñecas del guardia para ponérselas a la espalda y se las sujetó con unas esposas. Lo arrojó al suelo de una patada entre los omóplatos, luego recuperó su escopeta y fue a la puerta de seguridad del final del mostrador. Era bajo, fuerte y se movía con una lentitud peculiar.

-Déjenlo entrar -dijo su compinche. El hombre de la escopeta abrió la puerta y recorrió tranquilo la hilera de cajeros, entregándoles una bolsa de plástico a cada uno. Cuando llegó a la ventanilla sin servicio miró al hombre de la pistola, que dijo-: ¿De quién es esta ventanilla?

Anders observó a la cajera. Ésta se llevó la mano a la garganta y se volvió hacia el hombre con el que había estado hablando, que asintió con la cabeza.

-Es la mía-dijo ella.

-Pues mueva ese asqueroso culo y llena la bolsa.

-Ahí tiene -dijo Anders a la mujer de delante de él. Ya se ha hecho justicia.

-¡Oye, listillo! ¿Te he dicho que hables?

-No -contestó Anders.

-Entonces cierra el pico.

-¿Oyó eso? -dijo Anders-. "Listillo". Sacado directamente de "Los asesinos".

-Por favor, cállese -dijo la mujer.

-Oye, ¿estás sordo o qué? -el hombre de la pistola se acercó a Anders y le hundió el arma en la tripa-. ¿Crees que estoy de broma?

-No -dijo Anders, pero el cañón le hacía cosquillas como un dedo tieso y tuvo que contener una risa nerviosa. Lo consiguió obligándose a mirar los ojos del hombre, que eran claramente visibles detrás de los agujeros del pasamontañas: azul claro y ribeteados de rojo. El párpado izquierdo del hombre tenía un tic. El aliento le olía fuerte, a amoniaco, lo que sorprendió a Anders más que todo lo que había pasado, y estaba sintiéndose incómodo cuando volvió a apretarle la pistola.

-¿Te gusto, listillo? -dijo- . ¿Me quieres chupar la polla?

-No -dijo Anders.

-Entonces deja de mirarme.

Anders clavó la vista en la puntera de los brillantes zapatos del hombre.

-Ahí abajo no. Ahí arriba -clavó la pistola bajo la barbilla de  Anders y se la empujó hasta que estuvo mirando el techo.

Anders nunca había prestado mucha atención a aquella parte del banco, un viejo y pomposo edificio con suelo y mostradores de mármol, y adornos metálicos dorados encima de las ventanillas de las cajas. El techo abovedado tenía una decoración de figuras mitológicas con una carnosa fealdad envuelta en túnicas. Anders ya había echado una mirada muchos años antes y después decidió ignorarla. Ahora no tenía otra elección que examinar la obra del pintor. Era incluso peor de lo que recordaba, y toda ella estaba realizada con la máxima seriedad. El artista se guardaba unos cuantos trucos en la manga y los usaba una y otra vez: un determinado tono rosado en la parte de abajo de las nubes, un modo tímido de volver la vista atrás en la cara de cupidos y faunos. El techo estaba cubierto de diferentes dramas, pero el que atrajo la mirada de Anders fue el de Zeus y Europa; retratados, en esta representación, como un toro que se comía con los ojos a una vaca detrás de un montón de heno. Para hacer sexy a la vaca, el pintor había ladeado insinuantemente sus caderas y puesto unas largas pestañas caídas a través de las que devolvía la mirada al toro con seductora invitación. El toro sonreía con suficiencia y tenía las cejas arqueadas. Si hubiera habido un bocadillo saliéndole de la boca, como en los cómics, tendría escrito: "Bombón, eres mío".

-¿Qué es tan divertido, listillo?

-Nada.

-¿Crees que soy cómico? ¿Crees que soy un payaso o algo?

-No.

-¿Crees que me puedes joder?

-No.

-Vuelve a joderme y serás historia. ¿Capiche?

Anders se echó a reír. Se tapó la boca con las dos manos y dijo:

-Lo siento, lo siento -luego resopló entre los dedos sin poderlo evitar y dijo-: Capiche... Dios santo, capiche -y ante eso el hombre de la pistola la levantó y disparó a Anders en plena cabeza.

La bala destrozó el cráneo de Anders, se abrió paso por su cerebro y salió por detrás del oído derecho, dispersando esquirlas de hueso en el córtex cerebral, el cuerpo calloso; y por detrás hacia los ganglios basales, y más abajo, el tálamo. Pero antes de que ocurriera todo eso, el primer impacto de la bala en el cerebro partió una quebradiza cadena de comunicación de iones y neurotransmisores. Debido a su peculiar origen, éstos trazaron un recorrido peculiar, trayendo inesperadamente a la vida una tarde de verano de unos cuarenta años antes, y hacía tiempo perdida para el recuerdo. Después de entrarle en el cráneo, la bala se movió a trescientos metros por segundo, una velocidad mínima comparada con el relámpago sináptico que destelló a su alrededor. Esto es, una vez alojada en el cerebro, la bala quedó sometida a la mediación del tiempo cerebral, lo que le dio a Anders tiempo de sobra para contemplar la escena que, en una frase que él hubiera aborrecido, "pasó delante de sus ojos".

Merece la pena dar cuenta de lo que no recordó Anders, dado lo que sí recordó. No recordó a su primer amor, Sherry, o lo que había querido con más locura de ella, antes de que llegara a irritarlo: su desinhibida carnalidad, y en especial el modo cordial con que trataba a su miembro, al que llamaba Señor Topo, como cuando decía "Huy, parece que el Señor Topo quiere jugar". Anders no recordó a su mujer, a la que también había querido antes de que terminara agotándole con su predecibilidad, ni a su hija, ahora una huraña profesora de Economía en Dartmouth. No recordó que había estado parado delante de la habitación de su hija mientras ella reñía a su oso de peluche por sus travesuras y detallaba los terribles castigos que recibiría Zarpas si no variaba de conducta. No recordó ni un solo verso de los centenares de poemas que había aprendido de memoria en su juventud para así producirse escalofríos cuando quisiera; ni "Callado, allá en lo alto de un monte del Darién", ni "Dios mío, oí en este día", ni "¿Todos mis pequeños? ¿Has dicho todos? ¡Buitre infernal! ¿Todos?". Ninguno de ellos recordó: ni uno. Anders no recordó a su madre moribunda diciendo de su padre: "Debería haberle apuñalado mientras dormía".

No recordó al profesor Josephs contando a la clase que los prisioneros atenienses en Sicilia eran liberados si podían recitar a Esquilo, ni a sí mismo recitando a Esquilo, allí mismo, en griego. Anders no recordó que le ardían los ojos ante aquellos sonidos. No recordó la sorpresa de ver el nombre de un compañero de universidad en la cubierta de una novela no mucho después de que se graduaran, ni el respeto que sintió después de leer el libro. Ni recordó el placer de respetar algo.

No recordó Anders haber visto a una mujer tirándose desde el edificio de enfrente del suyo y matándose unos días después de que hubiera nacido su hija. No recordó haber gritado: "¡Señor, apiádate de ella!". No recordó haber chocado a propósito con el coche de su padre contra un árbol, ni que tres policías le hubieran pateado las costillas en una manifestación contra la guerra, ni despertarse debido a su propia risa. No recordó cuándo había empezado a mirar el montón de libros de encima de su mesa con aburrimiento y miedo, ni cuándo se enfadaba cada vez más con los escritores por escribirlos. No recordó cuánto todo le empezó a recordar otras cosas.

Esto es lo que recordó. Calor. Un campo de béisbol. Hierba amarillenta, el zumbido de insectos, él mismo apoyado en un árbol mientras los chicos del barrio se reúnen para jugar un partido. Él sigue mirando mientras los otros discuten sobre el respectivo genio de Mantle o Mays. Han estado preocupados por esa cuestión el verano entero, y el asunto ya le resultaba tedioso: una opresión, como el calor.

Luego llegan los dos últimos chicos, Coyle y un primo suyo de Mississippi. Anders no conocía al primo de Coyle de antes y nunca lo volverá a ver. Le dice hola con los demás pero no le vuelve a prestar atención hasta que ha elegido equipo, y alguien pregunta al primo en qué puesto quiere jugar.

-Parador -dice el chico-. Parador es el mejor puesto aunque haiga más.

Anders se vuelve y lo mira. Quiere oír al primo de Coyle repetir lo que acaba de decir, aunque sabe que es mejor no pedírselo. Los demás pensarán que él es un gilipollas, que se burla del chico por su error gramatical. Pero no es eso, no es eso en absoluto; es que a Anders le han dejado extrañamente espabilado, eufórico, aquellas dos últimas palabras, por su imprevisibilidad y su música. Entra en el campo en trance, repitiéndolas para sí mismo.

La bala ya está en el cerebro; no puede hacerse que siga para siempre ni detenerla por encantamiento. Al final hará su trabajo y dejará el cráneo atrás, arrastrando su cola de cometa de memoria y esperanza, talento y amor hasta el interior del templo de mármol del banco. No se puede evitar eso. Pero Anders todavía puede ganar tiempo. Tiempo para que las sombras se alarguen sobre el césped, tiempo para que el perro atado ladre a la pelota que vuela, tiempo para que el chico del lado derecho se golpee el guante de béisbol negro de sudor y recite suavemente: "Haiga más, haiga más, haiga más".

Tobias Wolff