2/6/10

Cartas de Cortázar: Alcor, Roa y Casaccia

Cuando tengo en mis manos libros como la Historia del siglo XX, de Eric Hobsbawm, o las Cartas 1964-1968, de Julio Cortázar, lo primero que hago es ir al final del volumen y revisar si cuenta con índice onomástico. Cuando no lo tiene, como en el del ya clásico título del casi centenario Hobsbawm (Crítica, 2006), se lo hecha en falta en demasía para ubicar perfecta y rápidamente nombres y lugares, entre tanto Hitler y tanta guerra. Si tiene, como en el caso de las misivas cortazianas (Alfaguara, 2002, edición de la viuda, Aurora Bernárdez), el libro prácticamente se deja leer y, sobre todo, releer solo.

Fue gracias a este índice onomástico que rápidamente encontré citado en cuatro oportunidades el nombre de Roa Bastos, en las más de setecientas páginas del segundo de los tres volúmenes de las cartas del autor de Bestiario. Una de esas menciones me llamó especialmente la atención, más aún porque no era uno solo el paraguayo mencionado, sino tres: también Gabriel Casaccia y Rubén Bareiro Saguier. En una carta remitida el 1 de diciembre de 1966 al escritor peruano Mario Vargas Llosa, Cortázar escribe en una post data:

"Rubén Bareiro me dio Alcor, para mi consuelo; después de dos textos ilegibles de Roa Bastos y Casaccia, encontré 'Pichula Cuéllar'. Tendrás que hablarme de ese 'fragmento', pues no tenía noticia de que fueras a publicar nada en Lumen. A los tres párrafos ya me tenías agarrado de la nariz, y sobre todo de las orejas. ¿Cuándo aprenderán en nuestras tierras lo que es un estilo? La gente sigue ?redactando' cuentos y novelas; lo de Casaccia parece en broma, pero desgraciadamente no lo es, supongo".

El primer hallazgo: lo que en Alcor de 1966 (no tengo idea de qué mes) se titulaba "Pichula Cuéllar", en 1967 sería una de las obras maestras de Mario Vargas Llosa: la nouvelle titulada Los cachorros. Es decir, un adelanto de lujo, lo que habla del nivel de la revista dirigida por Bareiro Saguier y Julio César Troche.

El segundo hallazgo es más ominoso e incómodo: ¿A qué relatos de Roa y Casaccia se refería Cortázar como "ilegibles" y por qué les acusaba de no tener "estilo" o de tener uno malo? Para responder lo primero, no tengo a mano la edición facsimilar de Alcor que hace un par de años editó Servilibro. Para lo segundo, arriesgo una hipótesis. Hay que tener en cuenta que es una carta a Vargas Llosa, es decir (junto con Fuentes y el propio Cortázar), el más arriesgado experimentador y renovador ficcional de la década. No es casual que el argentino elogie el fragmento de Los cachorros, un texto que es un experimento lingüístico alucinante. Frente al relato de Vargas Llosa, los textos de Casaccia y Roa Bastos de los años 60 son apenas un viaje de un día - emocionante, sí, pero demasiado breve y a veces anacrónico- a la gran ciudad, para volver a la noche a la comodidad provinciana de las capueras y del bello rocío. Es decir, probablemente, lo que Cortázar dice por "aprender lo que es un estilo" significa salirse del muelle sillón perezoso del costumbrismo, cuyas rémoras siguieron viviendo en algunas cosas que publicaban Casaccia y Roa por aquellos años. Rémoras, por otro lado, que lamentablemente persisten en una parte de nuestra literatura. Es lo que se me ocurre. Yo qué sé.

García Márquez, Faulkner y las profecías

Esta semana, por motivos más bien laborales que no viene al caso relatar, extraje del estante doméstico de libros el grueso volumen correspondiente a Textos costeños I. Obra periodística (1948-1950), de Gabriel García Márquez. Me recosté cómodamente en la cama y me puse a leer al azar algunas de las magistrales piezas publicadas por el escritor colombiano en su columna semanal llamada "La jirafa", en El Heraldo, de Barranquilla, en su mayoría firmadas con el nombre de "Septimus", en alusión al personaje de La señora Dalloway, de Virginia Woolf (libro que, por cierto, lo convenció de una vez por todas de que todo, absolutamente todo, es posible en la literatura). Me detuve especialmente en dos artículos dedicados a William Faulkner, a quien por aquel tiempo ya le asignaba la capacidad de generación de un nuevo adjetivo: "maestrofaulkneriano". El primero de ellos, "El maestro Faulkner en el cine" (julio de 1950), es un elogioso comentario sobre la versión cinematográfica de Intrusos en el polvo, con el "título horrible y desacertado" de Rencor. El segundo, "Faulkner, Premio Nobel" (noviembre de 1950), es un sordo lamento porque el autor de Mientras agonizo se encontraría, a partir del galardón, con "el incómodo privilegio de estar de moda" y a sus lectores más fieles les resultaría también "incómodo ver al maestro sentado en la misma mesa con la señora [Pearl S.] Buck, con Herman Hesse, con Thomas Mann". La queja se justifica aún más porque en abril del mismo año Gabo "profetizaba" que Rómulo Gallegos sería el ganador, con lo que quería decir que triunfaría un escritor del establishment académico internacional, por lo que "no debe sorprendernos que William Faulkner no sea Premio Nobel". Al final, no solo su maestro resultó ganador, sino que el autor de Crónica de una muerte anunciada terminaría recogiendo, décadas después, dos premios "sospechosos" para su otrora ímpetu juvenil underground: en 1972, el Premio Rómulo Gallegos, que lleva el nombre del "sobreestimado" (García Márquez dixit) escritor venezolano; y en 1982, el Premio Nobel, es decir, el que lo sentaría al ladito de sus cuestionados Pearl S. Buck, Herman Hesse y Thomas Mann.

Por otro lado, y finalmente, luego de reírme de la maltrecha profecía de García Márquez, me puse a pensar en qué tanto sobrevive de Faulkner hoy, ese autor oráculo para la narrativa latinoamericana en las décadas 50 y 60. Al parecer, directamente, ya poco. Y en Paraguay, ¿quiénes lo leyeron, lo aprendieron y lo aplicaron bien? Creo que solamente dos: el Augusto Roa Bastos de Hijo de hombre, y algunos cuentos, y el Carlos Villagra Marsal de Mancuello y la perdiz. (No es casual que allá por 2002, a falta de un libro suyo, le hiciera firmar a Roa una edición de Las palmeras salvajes, de Faulkner, en traducción de Borges. Miró el libro con los ojos bien abiertos y con expresión de alegre sorpresa me dijo: "Faulkner, uno de mis maestros".)

De todos modos, Gabo, si es que hoy se acuerda de su tirria "nobelística", tiene un consuelo: se sienta a la misma mesa de su "maestrofaulkneriano".

Millennium: La otra cara del canto de sirenas socialdemócrata

Suecia es sinónimo de ese salvavidas keynesiano del capitalismo llamado Estado de Bienestar. Mientras buena parte de Europa se debatía en la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial, Suecia vivía ya en la aparente comodidad de un país gobernado por una socialdemocracia preocupada por darle un "rostro humano" al socialismo con el oportunismo económico capitalista. Lo que ciertos teóricos luego llamaron, muy optimistamente, "tercera vía". Hoy diversos estudios prueban el fracaso de esa "tercera vía" preconizada por la socialdemocracia europea, que ha terminado por desarmar no solo lo que construyó, sino que ha sufrido una regresión calamitosa durante la "fiesta" neoliberal.

Fue en esa Suecia ajena a las tensiones de la Guerra Fría en donde nació Stieg Larsson, hijo de un ex sindicalista, periodista que, como tal, no había renunciado nunca al fundamento básico de su oficio: preguntarse qué hay detrás de lo que se nos muestra como real. Lo que encontró fue un país con demasiadas grietas sociales como para sostener su prestigio mundial. Estaba relacionado a grupos trotskistas (Larsson podría contrariar la queja del historiador inglés Eric Hobsbawm, quien en Historia del Siglo XX decía que "lamentablemente, la inclinación a escribir novelas policiacas raramente coincide con intereses izquierdistas"). Como periodista, demostró las relaciones entre la ultraderecha de su país y el poder político y financiero. Publicó investigaciones sobre el tema que aún no conocemos en español. Aun así, la trilogía de novelas titulada Millennium (conformada por Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire), además de ser una apasionante lectura en la senda de la "novela negra", es la puesta en ficción de todo el conocimiento de una realidad que ha minado la historia sueca: grupos neonazis, corrupción estatal, trata de personas, feminicidio, dictadura financiera, etc. Todo en tres libros en los que resaltan dos personajes: Mikael Blomkvist, un inteligente e incorruptible periodista que dirige la publicación que da nombre a la trilogía; y, sobre todo, Lisbeth Salander, una hacker que sobrepasa, en su oscura y huidiza heroicidad, toda referencia literaria conocida hasta ahora en personajes femeninos. Hasta el raras veces amable con sus contemporáneos Mario Vargas Llosa le dio su venia y la bienvenida oficial al Olimpo eterno de la ficción a la Salander.

Los hombres que no amaban a las mujeres, cuya insuficiente versión cinematográfica se puede ver en Asunción, es la inmersión de Blomkvist y Salander en los umbríos pantanos genealógicos de una familia relacionada con el otrora floreciente negocio industrial sueco. La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina extiende la lógica investigativa hacia el aplastante poder represor de un Estado que se dice democrático, pero que no tiene empacho en matar con sus tentáculos secretos. La reina en el palacio de las corrientes de aire es la guerra total de ese Estado, y la intención de salvar su reputación, contra Lisbeth y Blomkvist, responsables de su desnudez autoritaria.

Larsson, se sabe, no vivió para ver qué placer causa en la voracidad lectora de millones de personas su fantástica trilogía. Pero sí, por suerte, para escribir y demostrar que los libros amenos también pueden ser, como antes, la contracara del poder.