14/4/12

Dictadura y cultura


Treinta y cinco años en la historia de un país de doscientos es de por sí ya un buen trecho de tiempo. Pero cuando esas más de tres décadas estuvieron marcadas por un Estado en trance de modernizarse a palos a mediados de la década del 50 del siglo pasado, luego de verse asaltado una y otra vez por una clase dirigente con los peores resabios del caudillismo decimonónico, y signadas por la violencia de un régimen autocrático y celoso de su represivo poder modernizador, ese periodo de tiempo es aún más decisivo. Porque deja marcas profundas, heridas, cicatrices. 

La dictadura stronista, es justo decirlo, entendió la palabra cultura a su manera, y aunque lo que se llama hoy política cultural pareció estar ausente de su programa, ello no debe engañar empujándonos a creer que no tuvo su propio sello en el ámbito. “Propuso” una forma de encarnar la cultura que es casi su antítesis: buscó el inmovilismo en la tradición, en lo malentendido como folclórico, en un arte que se creía popular en el sentido más apático del término. Una cultura alejada de lo liberador, en suma. 

Mientras tanto, los sectores que desde el mismo origen de la carrera totalitaria de Alfredo Stroessner mantuvieron una postura política y cultural crítica a su régimen entendieron que, aun cuando su quehacer no fuera pretendidamente de choque con lo oficial sino una simple afirmación de otra identidad más compleja y rica, la resistencia a la dictadura y a su agenda inmovilista era inevitable. Una ilustrativa muestra: en 1954, el mismo año del golpe que catapultaría al poder a Stroessner, surge públicamente y por primera vez una generación que en el ámbito de las artes plásticas habría de encarnar a lo largo de la segunda mitad del siglo XX la modernización del discurso artístico, en franco enfrentamiento muchas veces con el discurso oficial. 

El mismo hecho de que Epifanio Méndez Fleitas, uno de los que en un primer momento hizo todo porque Stroessner se consolidara en el poder para rápidamente ser traicionado por éste y convertirse en su acérrimo opositor desde el destierro, encarnara en su carácter de músico tradicionalista la hegemonía que iría a exiliar al culto compositor y director de orquesta Carlos Lara Bareiro, por lo demás comunista, es una muestra más de esa intolerancia propia del régimen hacia sentidos otros, dinámicos, del hecho cultural.

En ese contexto, desde la década del 50 a la del 80, todas las expresiones artísticas y pensantes se encontraron siempre en la necesidad de mostrarse desde la resistencia, que no pocas veces rehuía lo político llano y directo. El teatro aportó sus presos y sus héroes civiles; la música, la literatura y el periodismo también los tuvieron. El actor Emilio Barreto estuvo preso más de una década; la música de José Asunción Flores estaba proscripta; Jorge Canese aportó un título de su obra como uno de los libros expresamente prohibidos por la dictadura; varios periodistas fueron perseguidos y encarcelados en el ejercicio de su deber de informar y formar con la verdad, por consignar solo algunos ejemplos. Y así cientos de creadores  y creadoras, que militaron desde la cultura por un Paraguay que no se desangrara real y simbólicamente en la ignorancia.

Algunos fueron desaparecidos, otros murieron en el exilio y muchos otros siguen hoy en el país y fuera de él sosteniendo la trabajosa memoria de un tiempo en que pensar era un verbo peligroso, o más asazmente peligroso que en la actualidad. Lo cual es una conquista inocultable y orgullosa de todos. 

La cultura genuina siempre registra, documenta, testimonia, aun inconscientemente, esos tiempos críticos en que la vida consiste en jugarse, precisamente, la vida. Ese gesto heroico, ejemplar, con todas sus contradicciones y contingencias propias del momento histórico en que le tocó surgir, sigue siendo actual y necesario.