2/12/14

Juan Goytisolo, el Cervantes a las "disidensias"



La fundación de la más radical novela modernista, entendido el término no en el sentido exiguo, y recluido en el castellano, de Rubén Darío e Hispanoamérica –quienes sintomáticamente desdeñaron este género narrativo– sino de la novela europea  entre  los años 20 y 40, surge a partir del desacuerdo esencial entre un escritor  y su país: James Joyce pasó horrores para publicar en Irlanda  su épica cotidiana y etílica llamada Dublineses y, sobre todo, su nocturnal novela Ulises, editada en 1922 en Francia. Esta  obra es, además de un territorio literario y existencial que se extiende  en la sincronía del lenguaje, una reflexión diacrónica y vagabunda del desarraigo y el conflicto del hombre y la mujer modernos con su ciudad, con su país. Esa es una de las pulsiones características de la novela moderna. Las más “emblemáticas” están marcadas por ese trazo a un tiempo ciudadano, histórico, cultural,  literario y, muchas veces, idiomático (es lo que le pasó a Joseph Conrad, un precursor, quien migró del polaco al inglés). Esto se da desde el citado Ulises a El tambor de hojalata de Günter Grass. En América Latina esta tendencia patricida coincide con el llamado boom, de Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, a Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos.
En España, suele decirse que es Camilo José Cela, con La familia de Pascual Duarte (1942) que se actualiza la novela ibérica. Es una verdad a medias, si acaso es verdad... Recién con El jarama (1955), de Rafael Sánchez Ferlosio, y Tiempo de silencio (1962), de Luis Martín-Santos, la narrativa española  se despereza de su letargo católico-franquista (por lo demás bastante abúlica desde el surgimiento  fundador de Cervantes, con el episódico Benito Pérez Galdós y el  áspero Pío Baroja en medio). Esto hasta la aparición de Señas de identidad, de Juan Goytisolo.
 

Contra el católico-franquismo

Nacido en Barcelona en 1931 en el contexto de una familia burguesa catalana, la experiencia de la Guerra Civil  lo marca como lo hizo en la mayoría de los niños de su generación: con el horror
frente a los ojos. Su madre, en 1938, fallece a raíz del bombardeo franquista a su ciudad natal. Para mayor tragedia, su padre se reivindica anti-republicano, es decir, simpatizante furibundo del fascismo que asesinó a su madre. Esta experiencia raigal lo marcaría para siempre.  
En el 2002, reúne de diferentes fuentes sus recuerdos biográficos y publica sus Memorias. Allí explica bastante claramente su decisiva sensación de desubicación en la España de posguerra: “Autodidacta por obra de las circunstancias, me forjaría a solas una cultura desordenada y caprichosa cuyos efectos arrastraría hasta la treintena y de la que no lograría zafarme, sino el día en que relajado ya definitivamente del medio barcelonés y español, empecé a revisar por mi cuenta los valores y las normas que habían regulado hasta entonces mi vida sin las anteojeras ni prejuicios inherentes a toda ideología y sistema”.
Dos años antes de enajenarse de España, en 1954, publicó Juego de manos, su primer libro. En 1956, se encontraba ya en París en donde el conocimiento de Monique (a quien estaría diez años después dedicado Señas de identidad) le abre la posibilidad de conocer a alguien que influenciaría fuertemente en su escritura y en su sexualidad: por ella conocería a Jean Genet, sobre quien años después escribiría un libro, y también descubriría su homosexualidad, definitoria también en su rechazo del medio español dominado por el conservadurismo intolerante.
 

Trilogía de Álvaro Mendiola

Luego de publicar una serie de novelas hoy muy poco leídas, en 1966 dio a conocer su ya dos veces citadas aquí Señas de identidad, la que con Reivindicación del conde don Julián (1970, décadas después revisada,  reescrita y rebautizada Don Julián, a secas) y Juan sin tierra (1975), constituyen su llamada Trilogía de Álvaro Mendiola, personaje que recorre las tres obras y al que Carlos Fuentes en La nueva novela hispanomaericana (1969), y en consonancia con lo que decía anteriormente acerca de la relación dislocada entre el escritor  moderno (y sus personajes) con su país,  llama “miniulises hispánico”.
La osadía formal que Goytisolo muestra en esta trilogía se corresponde exactamente a la valentía con que el escritor deja claramente sus diferencias con el proyecto histórico no solo del franquismo, sino de la misma España blanca y católica que viene del siglo XV y que heredaría la democracia. Si en la primera obra todavía existía cierta ligazón entre Álvaro y el medio español, en la segunda ese vínculo se quiebra definitivamente, no sin gozo y dolor al mismo tiempo. En la tercera, finalmente, la liberación del “héroe” es a la vez la liberación del autor marcada por el lenguaje y la estructura: Goytisolo es aquí también personaje del libro, en una resolución técnica que supera a la misma que por aquella época también Ernesto Sábato intentó, fallidamente, como recurso narrativo en Abadón el exterminador (1974). Pero también, Juan sin tierra, en su afán de ver al tiempo como un caleidoscopio lúdico, es la asunción política de la identidad étnica negada, humillada en el origen de la historia católica de España, esa misma España que hizo que Goytisolo “eligiera” vivir en las zonas fronterizas de su país de origen como para alejarse, pero tampoco demasiado al punto de perderle el pulso: Francia primero, Marruecos después.
Por eso esta trilogía es la piedra basal de la narrativa del escritor de origen catalán: porque muestra con exactitud  su propia evolución vital, política y literaria. Así como en su magistral Disidencias (1977) ya mostraba un inocultable interés por las fuentes otras de la literatura española (el erotismo de la olvidada del Siglo de Oro, María de Zayas, las fuentes judías y árabes de La celestina, de Fernando de Rojas, la anglofilia desconcertante de otro ninguneado como José María Blanco White, entre otros), sus trabajos reflexivos inmediatamente posteriores apuntalan su visión de un “Gran Marruecos” que debería incluir porciones de España: El problema del Sahara (1979), Crónicas sarracinas (1981) y Estambul otomano (1989). Lo que, por supuesto, le ha granjeado no pocos detractores y enemigos jurados.
En sus Memorias ya transcriptas aquí cuenta 
brutalmente, en esa segunda persona que tanto le gusta, el proceso de final “desespañolización” para mejor españolizarse. Dice: “El mismo día llegabas a Marraquech en vuelo inicialmente planeado para los dos, pero que solo tú realizaste: desvaída imagen del atardecer en el palmeral y la tierra ocre, insensible, en su estado de entonces, a la belleza, facundia e irradiación de una ciudad que en lo futuro te concederá el don magnificiente de la palabra. Encerrado en tu habitación del hotel, entre la Kutubia y Xemáa el Fna, vivirás momentos de soledad, exaltación y de rabia, consciente de haber roto la corteza de tu centro ardiente, llegado a la entraña de la que brota a borbollones el magma de escorias, materias abrasadas. La brusca y violenta jubilación, el nítido ramalazo destructor presentidos desde la infancia habían dejado de ser una visión sigilosa, acechante para hacerse reales: fuerza ligada a tu vivencia peculiar del sexo, gravitación animal de los cuerpos que debías asumir e integrar en tu conjunto textual con la misma desengañada lucidez y tranquila fatalidad...”.
Por ello, por la consuetudinaria y congénita inclinación a la exaltación de cierta “españolidad” por parte de quienes otorgan el Cervantes –aun cuando el premiado es un latinoamericano– sorprende esta decisión. Porque el premiado es un disidente, también, consuetudinario y congénito.