5/4/14

Las tragedias del siglo XX con flan de caramelo

La novela. Gentileza de María José Peralta, Santillana Paraguay.
Hay verdades incómodas que la mala conciencia esconde. Cuando esas verdades surgen del limo trágico de la historia, la mala conciencia y su tarea veladora son aún más políticas, aún más profundas y, sobre todo, aún más criminales. Es el caso, por ejemplo, del genocidio armenio de que los turcos fueron responsables entre 1915 y 1916. Más de un millón de armenios perecieron sistemáticamente en una limpieza étnica cuya brutalidad y magnitud fueron inversamente proporcionales al silencio de su encubrimiento, que llega hasta hoy por parte del Estado turco, que ha penalizado incluso la revisión de ese pasado vergonzante. Según algunos testimonios, en Trebisonda fueron quemados vivos unos mil niños. Una sobreviviente de la masacre, que vivía en Kovata, una aldea cercana a la antigua capital imperial, es el personaje central de la novela del escritor francés –nacido en Delawere, Estados Unidos- Franz-Olvier Giesbert, La cocinera de Himmler, publicada en 2014 en castellano, luego de un éxito rotundo en toda Europa. 

Rose es una fugitiva constante, desde su más temprana infancia. Cuenta su vida desde la tranquilidad centenaria (y todavía lúbrica) en la segunda década del siglo XXI, dueña de un prestigioso restorán. Vive en Marsella, la primera ciudad de Occidente que conoció luego de escapar de la masacre y en donde a principios del siglo XX sobrevivió como mendiga profesional y “recolectora” al servicio del rey del imperio del trabajo infantil en el puerto francés. Víctima hasta los 19 años de todo tipo de explotación -incluida la de esclava sexual desde antes de su primera menstruación-, Rose se casa y vive unos años de relativa tranquilidad, durante los cuales cocina, tiene hijos y lee a los clásicos de la literatura, hasta la llegada siempre puntual a su vida de lo que llama la “porquería” de la Historia: ahora, el nazismo. 

Se convierte, por los manes del antisemitismo, en la cocinera (y elusiva amante) del todopoderoso mandamás de las SS hitlerianas, responsable de la muerte (otra vez sistemática) de miles y miles de judíos. Desde allí es testigo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, en la panza infecta del fascismo alemán, primero en la Francia ocupada y luego en Berlín. El de Himmler era un estómago nazi adolorido por los nervios que se alimentaba de su pastel de berenjenas, alcachofas y gruesos langostinos con albahacas; su bacalao al ajo, con leche y eneldo; su tarta de manzana sin maza, el suflé helado al Grand Marnier y los melocotones flambeados con kirsch. 

Su carácter de testigo y protagonista de la Historia no cesaría allí: luego de la guerra y a instancias de dos ilustres comensales de su restorán, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, viajará a la China de Mao, y verá –y sufrirá- la crisis embrionaria y trágica del comunismo asiático. Aun así, el viaje de Rose a China, su enamoramiento de un funcionario chino UN DÍA antes de su regreso y su posterior casamiento y huida de China tras la muerte del funcionario, son de lo más forzado en toda la novela. Además, el análisis de Rose sobre los problemas del maoísmo son simplificadores y mecánicos, como sacados del típico mamotreto anticomunista al uso.

La novela de Giesbert se sostiene, ineluctablemente, sobre el carácter potente del personaje que ha creado: una mujer de acero, que lleva consigo a todos lados –además de una salamandra llamada Teo- “una lista de odios” en donde, como la Uma Thurman del Kill Bill de Quentin Tarantino, va tachando nombres a medida que urde y lleva a cabo el placer de sus sucesivas venganzas. También hay algo que el lector deberá develar y que es un constante hilo conductor a ciegas en el libro: quién es la Renate Fröll cuyo paradero la mujer investiga con la ayuda de su joven amigo Samir el Ratón, en el cercano año de 2012. Y, en otro nivel siempre transversal, el libro es un delicioso homenaje a la gastronomía europea, más específicamente a la cocina provenzal. 

Aun cuando el concepto de la Historia como un ente monstruoso aparentemente ajeno e inevitable parece sacado de un viejo (y vago) manual esencialista con pizcas de obnuvilación anti-historicista a la Ciorán, La cocinera de Himmler es terriblemente atractiva en su relación con los hechos que marcaron el siglo pasado. Rose es como una especie de Oskar Matzerath sanguinario –el personaje de la novela de Gunter Grass-, que mira los acontecimientos del siglo XX, pero no incide en ellos más que lo que su propio inventario de infamias personales que vengar le permite. 

Sin embargo, la adorable y terrible Rose tiene siempre una guadaña en la mano para someter a juicio a la Historia, que ella se empeña en escribir con mayúscula, como certificando nuestra insignificancia en un mundo –parece decir- de angustias feroces y felicidades pequeñas pero reconfortantes, como el flan de caramelo que Emma Lempereur le enseñó y que se prepara con 7 huevos, 1 litro de leche, 1 sobre de azúcar aromatizado a la vainilla, 200 g de azúcar, 7 terrones de azúcar y 2 cucharadas de agua para hacer caramelo directamente en una flanera de unos 20 cm de diámetro.