21/9/10

Fragmento de Madame Bovary en edición de setiembre de Playboy

El veterano Hugh Hefner está siempre en su mansión, rodeado de rubias sintéticas que vegetan por ahí sin penar por él, y con una previsible servidumbre siempre lista para tratarlo como al señor Burns de Los Simpsons, acaso tendrá tiempo de leer algo que no sea su fabuloso y lucrativo invento: la revista Playboy. Al menos eso es lo que parece, si le hacemos caso por lo que ha anunciado en su twitter esta semana: considera a Madame Bovary, la obra maestra de Gustave Flaubert, “una gran lectura”.
Playboy ha anunciado que las mujeres con poca ropa de su próximo número de setiembre
se verán acompañadas por el fragmento de una nueva traducción de la clásica novela, que poco tiempo después saldrá a la venta por la editorial Penguin. La encargada de la traducción, otra mujer; su nombre es Lydia Davis, y es una escritora y crítica estadounidense especializada en literatura francesa.
Esta información me hizo recordar algo. Exactamente dos años atrás, la edición argentina de la revista Maxim, también dedicada al público masculino, traía en tapa a una generosa Dallys Ferreira. Y las fotos en las páginas interiores no llevaban texto que hablaran de la paraguaya, sino estaban acompañadas por uno sorprendente: un fragmento de Contravida,de Augusto Roa Bastos...

Las máscaras de Borges

Compré los libros el mismo día, en dos lugares distintos. Un fresco mediodía de mayo pasado, terminé auscultando los anaqueles de una librería de viejo en la calle Chile. Allí encontré Caras, caritas y caretas (Sudamericana, 1996), del escritor y periodista argentino Rodolfo Braceli, un libro que lleva por subtítulo “Biblia, calefón y golosinas surtidas. 50 personajes de la Argentina. Modelo para armar”. A Braceli lo conozco como un estupendo entrevistador; un modelo del oficio, de hecho. El otro libro lo compré apenas llegué a la Redacción. Entre papeles y periódicos, un compañero lo exhibió frente a mí, y no pude evitarlo, a pesar de ser sus autoras dos desconocidas para mí: Un Diccionario de Borges (Torres Agüero editor, 1990), de Evelyn Fishburne y Psiche Hughes, catedráticas italiana y argentina, respectivamente. En todo caso, las firmas de los prólogos eran elocuentes, la una casi obvia, la otra increíble: Mario Vargas Llosa y Anthony Burgess. Esas solas firmas valían de alguna manera el libro.

El motivo de este artículo es consignar a los dos Borges que aparecen en estos textos, diametralmente opuestos. El reportaje de Braceli, titulado “El tercer Borges, el de la palabra irreparable” (aunque el autor de Ficciones mismo lo haya dicho, creo que son dos Borges nomás), muestra a uno que Braceli califica de “juguetón, perverso, atroz, que se dedicaba a hacerle zancadillas al sentido común”. Es decir, aquel Borges que opinaba sobre todo sin entender mucho o entendiendo todo demasiado cínicamente. Siempre me fue, como mínimo, indiferente este Borges. Incluso, nunca tuve problemas de suscribir la interpretación “lúdica” que admiradores del ciego (como yo) dan con respecto a sus infelices declaraciones o posiciones políticas. Pero lo que leo en el libro de Braceli, ciertamente, espanta: “Por supuesto que resultan insoportables los negros... no me desdigo de lo que tantas veces afirmé: los norteamericanos cometieron un grave error al educarlos; como esclavos eran como chicos, eran más felices y menos molestos”. O: “Los gauchos argentinos fueron unos brutos... no sabían ni leer ni escribir, y menos para quién luchaban. Si todavía los recordamos es porque los escribieron gentes cultas, que nada tenían de gauchos”. Cosas como esas. Aunque Braceli no lo diga expresamente, ante Borges se despliega una carta blanca como ante un niño inocente. Nunca compartí esa visión. Me parece que el gran escritor argentino era aún más inteligente y hábil de lo que creemos: se escudaba en el hecho de que todos interpretaríamos lo suyo como un mero juego, una provocación, para esconder lo que realmente pensaba, mostrándolos literalmente. Aunque lo que pensaba en otros campos que no fueran la literatura es más bien intrascendente para esos campos, a diferencia de un Octavio Paz, por ejemplo.


El Diccionario de Borges es útil, sin lugar a dudas, aunque abarca el universo semiótico de solo tres libros de relatos. El prólogo de Vargas Llosa, breve y nada resaltante. El de Burguess, una joya. Además de precisas y brillantes valoraciones del autor de La naranja mecánica sobre la obra de Borges, cuenta por ejemplo que se vieron por última vez en 1982, en Dublín, en los actos de conmemoración del centenario de James Joyce, otro ciego ilustre. Dice orgulloso: “Bebí whisky irlandés con él en el ruidoso bar del hotel Ormonde, donde me dijo: ‘Qué hermosa es la palabra mist (que en inglés significa neblina)’. No me atreví a decirle que en alemán esa misma palabra significa estiércol. De haberlo hecho, sin duda él habría conseguido reconciliar esos dos significados tan dispares sin ningún problema, y aun creo que si para entonces no hubiera ya dejado de escribir habría sacado de allí material para otra ‘ficción’. Borges era pura magia”.
Creo que habrá una época en que las querellas entre Borges y el sentido común por fuera de la literatura se borrarán, como desaparecieron (excepto para los eruditos) los de Dante o Shakespeare, y quedaron sus obras. Como comidilla extra literaria, digo. Porque creo que todos preferiremos siempre el Borges enmascarado de Anthony Burgess, antes que el que Braceli desenmascaró en su reportaje.