29/4/14

El Séptimo Círculo en una caja de leche descremada

Tapa diseñada por el pintor José Bonomi. Libro editado en 1966.

Un día, un amigo escritor y periodista me dijo:

-Mirá, acá hay una caja llena de novelas policiales. Si querés, llevá- y me señaló una que estaba en el suelo, pequeña, con la inscripción "Leche descremada Co-op" impresa en ella. Adentro, una treintena de volúmenes, la mayoría de ellos de la colección "El séptimo círculo" que Borges y Bioy Casares dirigieron por diez años, para luego dejarla en manos de Carlos V. Frías.

Le pregunté de dónde habían salido esos libros. Me dijo que se los había dado una escritora paraguaya, amiga de mi amigo, para que se deshiciera de ellos. Habían pertenecido originalmente a su marido, quien llevaba fallecido ya varios años, él mismo también periodista. (Como única pista de su identidad, digo que está eternizado en una foto con Augusto Roa Bastos, Gabriel Casaccia y Mario Vargas Llosa en Areguá, en 1965).

-A ella no le gustan para nada las novelas policiales- me dijo.

Al pensar en el tipo de literatura que hace aquella escritora, le dije que me parecía de lo más lógico que se deshiciera de esos volúmenes, en algunos casos firmados por su anterior dueño en la década del 50. Y los llevé a mi casa, en ese tiempo en Sajonia, y los guardé por casi tres años.

La semana pasada, por primera vez, agarré un volumen de dicha caja, le saqué el polvo y lo leí. Es una novela de Patrick Quentin, el seudónimo con que firmaban Hugh Callingham Wheeler, Richard Wilson Webb, Martha Mott Kelley y Mary Louise White Aswell, sus historias de detectives. Rotaban en la escritura, y Mi hijo, el asesino había sido escrita en 1954, solamente por Wheeler. La traducción es de J. R. Wilcock, el autor de La sinagoga de los iconoclastas, libro que tanto y bien influyó sobre Roberto Bolaño. Su número dentro de la colección es el 136, por lo que, si hacemos caso a Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera, y a su completo ensayo sobre la novela policial en la Argentina, Asesinos de papel (Ediciones Colihue, 1996), ya no había sido seleccionado por Borges y Bioy, sino por Frías, pues aquellos habían elegido los primeros 120 títulos, a pesar de seguir apareciendo como directores de la colección. La tapa del libro está diseñada por el pintor argentino José Bonomi. De hecho, él diseñó todas las tapas de los más de 300 títulos que se editaron. Las mismas son verdaderas obras maestras de la originalidad y la serialidad habitando el mismo lugar.

La novela es, simplemente, magistral. El protagonista y narrador es un editor de éxito, cuyo hijo es el único sospechoso del asesinato de su socio editorial. Solo el padre cree en la inocencia del hijo. Y se propone demostrarla. Mientras tanto, Quentin hace una implacable crítica paródica del "escritor experimental" de los años 50, ombliguista y tiránico, con el personaje de Basil Leighton, un inglés de maneras falsas, que detesta la superficialidad norteamericana.

Ignoro si se puede conseguir una nueva edición de ese libro. Yo tengo la segunda de la colección de la editorial Emecé, de 1966.

Paseo nocturno

Rubem Fonseca. Escritor brasileño nacido en 1925.

Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en el dormitorio de ella practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín? Preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.

Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?

La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada, nosotros teníamos una cuenta bancaria conjunta.
¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear de auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.

Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase mi auto. Saqué el auto de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que el corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevando un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella sólo se dio cuenta que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Di en la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.

Examiné el auto en el garaje. Pasé orgullosamente la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.

La familia estaba viendo la televisión. ¿Ya dio su paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenos noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.


Rubem Fonseca