26/9/09

Un redoble de tambor en la cresta de la historia

En un poema escrito en 1952, mientras viajaba en autostop por toda Francia, un Günter Grass de 25 años vislumbró por vez primera la silueta inconforme y todavía pasajera de Óscar Matzerath. A mediados de ese mismo año, según cuenta el escritor en el texto de 1973 que lleva por título "Ojeada retrospectiva a El tambor de hojalata o el autor como testigo dudoso", "vi entre adultos que tomaban su café a un chico de tres años que llevaba colgado un tambor de hojalata. Me llamó la atención y se me quedó grabado: el ensimismamiento absorto de aquel chico de tres años con su instrumento, y también la forma en que, al mismo tiempo, hacía caso omiso del mundo de los adultos", confesaba Grass.

Solo a comienzos de 1956, aquel poema y la severa visión arlequinesca del niño encontrarían un punto de convergencia: el germen de una novela que tres años después se convertiría en un éxito de crítica y ventas inmediato, sacando de las espesas sombras anónimas a su autor, para situarlo al frente de toda una generación joven, no ya solo de escritores, sino de alemanes y alemanas que se planteaban muchas interrogantes, que tropezaban con múltiples respuestas -no exentas de silenciosos remordimientos y olvidos voluntarios- sobre ese horrible sueño de la razón que produjo un monstruo que se llamó nazismo. Grass no solo se preguntaba lo mismo, sino que lo hacía de una manera tan irónica, tan sutilmente poética, tan escasamente respetuosa de la falsa seriedad del discurso crítico en boga, que su novela encontró inmediatamente detractores, al mismo tiempo que lectores atrapados en las cercanas pero increíbles aventuras de Óscar. El gran escritor y crítico alemán Hans Magnus Enzensberger, luego del lanzamiento de la obra en la Feria del Libro de Frankfurt, escribió con certeza visionaria: "Hay que leer la primera novela de un autor llamado Günter Grass que producirá gritos de alegría y de indignación".

Publicado por primera vez en setiembre de 1959, en El tambor de hojalata Óscar Matzerath, recluido en un sanatorio, se propone contar la historia de su vida, para lo cual debe contar la historia de su familia, la de su ciudad (Danzig, "ciudad-libre" anexionada por Alemania, hoy polaca y con el nombre de Gdansk), la de su país. La auscultación de esas capas superpuestas como las de la cebolla, metáfora a la que Grass apeló para titular el primer tomo de sus memorias, dará como resultado un fresco de la Alemania de la primera mitad del siglo XX, pero también de los afanes y pesares del mundo occidental. La voz de Óscar es la de un adulto que ha dejado de crecer por decisión propia a los tres años, conjuro y salvoconducto que le permitirá situarse como niño-testigo en el centro de la Historia: provoca un desmadre musical tocando su tambor en un mitin fascista realizado en su ciudad, trocando la bélica marcha nazi en un cursi vals de Strauss, poniendo a bailar a todos; ve arder las sinagogas en la Noche de los Cristales Rotos y llora la muerte del judío Segismundo Markus, en cuya juguetería destrozada se proveía de tambores nuevos; resiste con los denostados polacos en la defensa del Correo ante el ataque nazi, en el inicio de la Segunda Guerra Mundial; observa cómo su padre, solícito y satisfecho, cambia el retrato de Beethoven colgado en la pared por uno más sombrío del Führer, en una escena cargada de simbolismo: la imagen eternizada de las clases ilustradas intercambiando su preciado patrimonio artístico burgués, por la tentadora oferta mesiánica de Hitler.

Pero lo que no se había hecho nunca hasta la aparición de esta novela, era tomar con tamaño desparpajo las más diversas fuentes e interpretaciones de lo que le sucedió a Alemania con Hitler y aún el período de reconstrucción. Se me ocurre que solo podían haberlo hecho dos personajes: un loco o un niño. O lo que es mejor: un niño-loco genial, que terminará sus días en un sanatorio como ignorado testimonio vivo de la "obnuvilación en marcha que es la historia", según palabras de Emile Ciorán. Por ello, no en vano la voz de Óscar es vitricida. Un grito suyo no solo rompe los cristales de las ventanas, los anteojos y los relojes, sino cuestiona el cristal con que se mira la realidad y, además (y este es un mensaje endogámico, solo para el gremio), enjuicia el cristal con que la misma literatura es capaz (o incapaz) de mirar la vida.

Ignoro cuánto se sigue leyendo El tambor de hojalata hoy día, pero me animo a decir que Óscar y su tambor son casi tan perdurables como el Quijote y Rocinante. "Pues sí: soy huésped de un sanatorio", dice Óscar en la primera frase de la novela, entre resignado y orgulloso. "Pues sí: que siga resonando el tambor", decimos nosotros los lectores, agradecidos.

* Publicado en el Correo Semanal, diario Ultima Hora, 26 de setiembre de 2009.