22/4/14

El otoño de Gabriel García Márquez

Con la célebre novela en la cabeza. Esta es la tapa que Cien años de soledad tuvo desde la segunda edición, pero que tenía que aparecer en la primera. Pero había llegado tarde desde México, diseñada por el artista Vicente Rojo.
 
Habían vuelto a Aracataca, en el trencito amarillo de las once, hacía apenas un mes. Gabriel Eligio García, quien había jurado no volver nunca más a ese “moridero de pobres”, sin embargo, no quería romper la promesa hecha a su esposa, Luisa Santiaga Márquez: daría a luz al primogénito en la casa de los suegros. Habían sido tiempos de amores difíciles, hasta que en junio de 1926 pudieron casarse, luego de la férrea oposición de los Márquez y su aristocrática sangre española, y el acecho caribeño y tenaz de amante impenitente del telegrafista de Aracataca. El niño que iba a nacer el 6 de marzo de 1927, a las 8.30 de la mañana, mientras el abuelo Nicolás asistía a la misa de las ocho, habría de inmortalizar muchos años después los amores contrariados de sus padres en una de sus grandes novelas: El amor en los tiempos del cólera (1985).

Gabriel era el nombre de aquel niño nacido aquella mañana. Poco más de un año después sería fotografiado sentado, mirando a la cámara con sus ojos de animal agazapado que nunca más lo abandonaría, la misma imagen infantil que ilustra varias ediciones de su autobiografía Vivir para contarla (2002). Su infancia estuvo poblada tempranamente de seres mitológicos, historias legendarias. Los relatos de la abuela Tranquilina, en donde convivían seres vivos y muertos; la tarde remota en que el abuelo militar, el coronel Nicolás Márquez, lo llevó a conocer tanto el hielo como las soledades inmensas de la United Fruit Company; sus nueve años de escolar ensimismado y lector alucinado de Las mil y una noches, serían las primeras influencias narrativas del mundo de magia cotidiana que habría de caracterizar a la literatura del colombiano.


Gabriel García Márquez escribió poemas apasionados en sus tiempos de estudiante de secundaria en un colegio de Zipaquirá, una apacible ciudad colonial a cincuenta kilómetros de Bogotá. Su amor por la poesía, aunque nunca publicaría sus poemas, no lo abandonaría jamás. Una de sus novelas más poéticas, El otoño del patriarca (1975), fue escrita bajo la sombra tutelar de los alejandrinos de Rubén Darío, con el sonido volátil y certero de las esdrújulas del castellano, al mismo tiempo más castizo y más criollo, más caribeño que se conozca. Tanto fue su amor por la poesía, que medio siglo después de aquellos poemas de adolescencia, el 10 de diciembre de 1982, en el brindis oficial de celebración del Premio Nobel en Estocolmo, diría: “En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación y por su permanente victoria contra los poderes sordos de la muerte”.  Luego propuso que el brindis fuera “por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía”.

Aparición de Kafka

Estudió Derecho en la Universidad Nacional de Colombia durante solo catorce meses. Pero aquellos meses de universitario insomne en Bogotá le mostrarían un mundo de variedades humanas y, sobre todo, le darían sus primeros amigos en el ámbito seráfico de las ideas, de la literatura. Por ejemplo, por aquellos años conoció a dos hombres disímiles: Plinio Apuleyo Mendoza, su futuro cómplice en las aventuras vagabundas del periodismo, y Camilo Torres, el cura revolucionario, padrino del primer hijo del escritor, quien tiempo después había de morir en combate en su carácter de guerrillero heroico.

Sin embargo, el conocimiento más importante en la vida del escritor en aquel tiempo no fue el de los vericuetos bohemios de la ciudad universitaria, ni las primeras borracheras con otros poetas mayores de Colombia, sino el que sobrevino una tarde de mediados de agosto de 1947, en su cuarto del segundo piso de la pensión en la que vivía. Allí leyó: “Al despertarse Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto”. Era la primera frase de La metamorfosis, de Franz Kafka. “¡Carajo! ¡Pero si así hablaba mi abuela!”, cuenta en El viaje a la semilla (1997) su biógrafo Dasso Zaldívar, que gritó el escritor luego de leer ese arranque fenomenal. Aquella conjunción estilística, la escrita de Kafka y la oral de su abuela, marcaría la impronta narrativa de García Márquez.


Seis años después de aquel deslumbramiento, el escritor publicó su primera novela: La hojarasca (1953). Bajo el influjo evidente del William Faulkner de Mientras agonizo, y la referencia trágica milenaria de Antígona, de Sófocles, García Márquez comenzó su carrera dando forma cartográfica y humana por primera vez al territorio mítico que estaría poblado de personajes inolvidables: Macondo. Las siguientes novelas, El coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1962) y el libro de cuento Los funerales de la Mamá Grande (1962) asentarían aún más la nombradía mágica de ese pueblo construido con los trozos de Colombia que el escritor conocía hasta entonces, y por los que su memoria poblada por otras memorias familiares lo había llevado a pasear.


La escritura de Cien años de soledad

Desde 1948, es decir, desde antes de sus primeros libros, García Márquez estaba escribiendo una terca novela que no acababa de encontrar con su tono, a la que había titulado La casa, porque todo sucedía dentro de una. Con la creación de Macondo, a la manera del condado de Yoknapatawpha de Faulkner, pero más aún de la Comala de Juan Rulfo, el escritor había descubierto que la novela no podía suceder solamente en un ámbito tan acotado, sino en uno lo suficientemente amplio para que allí cupieran sus personajes pantagruélicos. A mediados de 1965, cuando ya vivía en México, emprendió con su mujer, Mercedes Barcha, y con sus hijos, un viaje de vacaciones a Acapulco, montados en su viejo Opel blanco. Fue durante ese viaje, en plena carretera –según le contó a muchos– que solucionó por fin aquel problema que lo tenía obsesionado desde hacía 17 años: el tono de la novela debía ser el mismo con que su abuela Tranquilina Iguarán Cotes le contaba las historias fantásticas que habían marcado su infancia. Así, luego de un trabajo arduo, dio con la consabida primera frase de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Según le contó a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba (1982), luego de aquel comienzo se preguntó: “¡Qué carajo vendría después!”. Hasta cierto momento no creyó “de verdad que aquel libro pudiera llegar a ninguna parte. Pero a partir de allí [del hallazgo del galeón en medio de la selva, hacia el final del primer capítulo] todo fue una especie de frenesí, por lo demás, muy divertido”. Es el mismo frenesí narrativo que experimentan, desde junio de 1967, millones de lectores de todo el mundo.
 

La novela fue publicada en Buenos Aires. Se terminó de imprimir en dicha ciudad el 30 de mayo de 1967, pero no estuvo en las calles hasta el 5 del siguiente mes. El lanzamiento coincidió con la visita de García Márquez a la ciudad y con un reportaje que sobre la misma había hecho el semanario Primera Plana, donde trabajaban dos grandes escritores argentinos: Ernesto Schoo (quien en el número anterior había publicado una entrevista al escritor, luego de visitarlo en México, y lo había llamado Simbad) y Tomás Eloy Martínez (quien hizo de cicerone suyo por Buenos Aires y publicó la que puede ser considerada la primera reseña del libro). La estrategia editorial del lanzamiento de la novela fue la más épica de cuantos libros se hayan publicado, probablemente, en la historia de la literatura latinoamericana. Se habían impreso 8.000 ejemplares, los que se agotaron en 15 días. Y meses después, las más importantes capitales del ámbito hispánico pedían miles de ejemplares de esa novela que Editorial Sudamericana, del mítico editor Francisco Porrúa, había tenido el tino histórico de haberla publicado.
 

Luego de aquel éxito arrollador, basado en la historia secular de una familia  y de un pueblo a ratos primitivo, a ratos moderno, como Macondo, Gabo abandonó aquella geografía mágica para publicar otros libros como el nacido de un reportaje periodístico, titulado Relato de un náufrago (1970); su larga reflexión sobre el poder absoluto, El otoño del patriarca, otra de sus obras maestras, y ya entrados los años 80, Crónica de una muerte anunciada (1982), un trabajo con el tiempo narrativo que con El amor en los tiempos del cólera y toda su obra precedente confirmaría que la poética de García Márquez, alguien que se definió a sí mismo como “errante y nostálgico”, tiene al tiempo, y a la manera en que el ser humano, con sus trabajos y sus días, se mira en, a través y más allá de él, como el substrato más rico de  su obra. No en vano  en el comienzo de El amor en los tiempos del cólera, el tiempo y sus cicatrices  apremien tanto al refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour que tuvo que ponerse a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro. Se escribe con y contra el tiempo, contra la muerte siempre, la única que siempre vence.
 

Hoy, Gabriel García Márquez ha muerto, a los 87 años, un Jueves Santo, al igual que Úrsula Iguarán. Murió en la misma ciudad en la que escribió Cien años de soledad, la novela populosa con olor a guayaba en donde el coronel Aureliano Buendía, cuando no fabricaba pescaditos de oro, promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos; en donde, Remedios la Bella ascendió a los cielos envuelta en las sábanas limpias de la virginidad; en donde Úrsula, como toda matriarca latinoamericana, mantenía en pie la casa con sus artes de madre eterna; en donde tres mil obreros asesinados por el brazo largo del colonialismo llenaron los oscuros vagones de un tren de pesadumbre; en donde las estirpes condenadas a cien años de soledad no tuvieron la segunda oportunidad sobre la Tierra que el escritor reclamó para los latinoamericanos, fatigados de pobreza y dictaduras, en su discurso de aceptación del Premio Nobel, en Estocolmo, donde al llegar dijo: “Mierda, esto es como asistir uno a su propio entierro”. Ha muerto y, sin embargo, como en aquel poema de su adorado Borges, sus lectores seguiremos repartiéndonos como mendigos los efluvios espléndidos de su memoria viva de creador.

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