8/9/14

Tres divagues breves en torno a Nicanor Parra

A los 80 años. Parra sentado sobre un ataúd.

El cuarto jinete

Chile –es casi un lugar común decirlo, que  hasta dan ganas de dudar de ello– es una tierra de grandes poetas. Los espíritus tutelares de Pablo Neruda, Gabriela Mistral y Vicente Huidobro son convocados, con entusiasmo escolar, siempre que se habla del país andino y su poesía. En cualquier país que se precie –menos en Paraguay, en donde reina un congénito terror al saludable parricidio literario– los poetas, para ser poetas, deben pasar por la prueba de haber aprendido primero la lengua  connotativa de sus padres y madres autoritarios, para después destrozarla con pública fruición mediante la invención de una retórica otra que anule “de una vez por todas y para siempre” la de aquellos. 
Nicanor Parra resumió en unos versos geniales esa tendencia a  nombrar, para dejarlos en mármol, a los “mejores” poetas de Chile. Lo resumió de la única manera que él podía hacerlo: burlándose.  Escribió: “Los cuatro grandes poetas de Chile/ son tres/ Alonso de Ercilla y Rubén Darío”. Los dos nombrados no son chilenos, por supuesto, aunque sentaron las bases de la poesía clásica y de la poesía moderna de Chile.  Y sobre todo no son ni Neruda ni Mistral ni Huidobro. Ni Nicanor Parra, por supuesto, el que se erigiría en el consciente azote universal de la pomposidad nerudiana, de la elefantiásis homérica de la poesía del vate de Isla Negra. Aún así es muy posible –mal que le pese al propio Parra– él ya es el cuarto jinete del apocalipsis poético chileno. 

Poesía en el baño

A estas alturas sabemos que la antipoesía (o el antipoema) por lo menos en el sentido en que lo pensaba Parra, no existe. Existe, sí, el antiNeruda. O existió en su momento, allá por los años cincuenta, los del desbordante y desbordado Canto general. La poesía de Nicanor Parra es tributaria de una retórica otra, como cuando (en la prosa) pensamos que Hemingway es tosco o Faulkner oscuro, siempre y cuando tengamos como modelo  la claridad de, pongamos por caso, Henry James, o el terciopelo  de Ralph Waldo Emerson. A Parra lo que le importaba era no ser Neruda y, a partir de allí, ser todo él un poeta más afín al modelo de los dadaístas insomnes  que el de los estrellados surrealistas  con pose de surrealistas que encarnaba Neruda. Por ello, Parra fue siempre claro: “Poesía poesía todo poesía/ Hacemos poesía/ hasta cuando vamos al baño”.   Él sabe que incluso el mal olor se debe colar en el acto poético. Es un imperativo categórico para el poeta contemporáneo. O si no, no hay quien le crea. Sabe que no hay que andar con vueltas cuando se trata de decir eso que no se dice pero que existe y no vale la pena dejarlo tras bambalinas. Como cuando confiesa que lo que él necesita  “es una María Kodama/ que se haga cargo de la biblioteca/ alguien que quiera fotografiarse conmigo/ para pasar a la posteridad/ una mujer de sexo femenino/ sueño dorado de todo gran creador/ es decir una rubia despampanante/ que no le tenga asco a las arrugas/ en lo posible de primera mano/ cero kilómetro para ser + preciso”. 

La muerte

Nicanor Parra vivió prácticamente toda su infancia y adolescencia a metros de un cementerio. La muerte  le importa una mierda. Convivió con ella cotidianamente. Y con razón ella se ha olvidado de él. Y con razón, como en la foto de su cumpleaños número ochenta que ilustra este texto, no duda en sentarse sobre un ataúd para demostrar que, hasta ahora, ha burlado a la muerte durante cien largos años. Pero no por haberla burlado cínicamente, el tema de la muerte no es algo recurrente en su poesía, como lo es de hecho en casi todos los poetas. “La muerte aparece, en mi poesía como una fuerza motriz”, ha dicho alguna vez. Y en un poema, la muerte aparece en su casa bien borracha. El poeta le abre la puerta, “ella que se le empelota/ y el viejo que se lo enchufa”. Ese   es Nicanor Parra, vivo a los cien años: un viejo poeta  que se coge a la muerte. Y a la muerte le gusta. Mucho.

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