17/6/08

El placer de contar bellamente y no dejar de ser pedagógico


Contar la historia universal no es menuda tarea, cuando no es vanamente pretenciosa e imposible. Abundan por ahí los manuales al uso, casi siempre redactados con acento grandilocuente, embrujados por la vida y la obra de los “grandes hombres”, los grandes imperios, los grandes vencedores. Por eso, tal vez, el nuevo libro de Eduardo Galeano, Espejos (Siglo XXI Editores, 2008) lleva el más humilde subtítulo de “Una historia casi universal”. Porque no puede, por supuesto, abarcarlo todo, y porque su Norte (mejor sería decir su Sur) no está signado por las fiebres triunfales de los grandes relatos, sino más bien por las pequeñas crónicas de la infamia y el dolor de los vencidos, los perdedores, aquellos que no merecen mucha atención en las “historias oficiales”, ni explosivos titulares en los diarios, ni lugares preponderantes en los anales de la Historia con mayúscula; pero que, sin embargo, han definitivamente hecho posible mucho de lo que hoy conocemos y desconocemos como herencia de los tiempos.

En la línea de anteriores trabajos suyos, como los tres tomos de las Memorias del fuego y El libro de los abrazos, Espejos está lleno de nombres poco frecuentados por la memoria. Negros, esclavos, indígenas, homosexuales, mujeres, obreros, poetas. Pero también habla de los “eternizadores de dioses del ocaso”, para parafrasear a Silvio Rodríguez. Emperadores, conquistadores, Papas, dictadores, banqueros, empresarios, patrones. Y revela lo que todo el mundo ya sabe desde hace siglos, pero se niega a aceptar o lo silencia: Están los que se especializan en ganar y los que se acostumbran a perder; éstos, casi siempre, en virtud de la ganancia de los primeros. Cada bando está condicionado por variables que, llamativamente, siguen siendo las mismas desde el origen de la Historia, lo que es decir desde el surgimiento del poder. Uno está a un lado u otro de la vida según sea negro o blanco, pobre o rico, hombre o mujer.
La manera de contar de Galeano provoca que tomemos un sorbo de realidad, pero desde la metáfora. Es decir, hurga en los hechos, pero les muda el sentido, como reflejados en un espejo (precisamente) que jamás devuelve la misma imagen, pero siempre nos reconocemos en él. En ello, en el arte de la parodoja, de la fatal contradicción que uno no sabe ya si provoca rabia o risa, el escritor uruguayo es un maestro: hace notar, por ejemplo, cómo Teddy Roosevelt, ex presidente de los Estados Unidos, dijo que “ningún triunfo de la paz es tan grandioso como el triunfo supremo de la guerra”, y luego se hizo acreedor del... Premio Nobel de la Paz.
Tres de los textos están dedicados al Paraguay, todos ellos relacionados con la Guerra de la Triple Alianza, como ya lo hiciera en otros libros. En el primero de ellos, “La letra con sangre entra”, hace ver que mientras Estados Unidos y Japón apuntalaban sus respectivas independencias y dominios, el Paraguay estaba siendo aniquilado por eso. En el segundo, “Prendas típicas”, revela cómo la industria textil británica había fabricado uniformes para el ejército turco y cómo esos mismos uniformes fueron los que ataviaron a los aliados en su aventura de aniquilación de Paraguay. Y en el tercero, “Aquí fue Paraguay”, cita una frase del conde D’Eu, el “Mariscal de la Victoria” brasileño, quien acabada la guerra y ante la imprevista duración de la misma, exclamó: “La Guerra del Paraguay creó para mí una repugnancia invencible por cualquier trabajo prolongado.”
Galeano sabe que un texto puede ser al mismo tiempo pedagógico y bello. Espejos rebosa de historias que enseñan y emocionan por su breve belleza. Ni siquiera se le pueden achacar al escritor sus sucesivas repeticiones de fórmulas. Simplemente, lo que está bien contado, está bien contado y listo.

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