26/8/09

Diez años sin Olga Orozco

“Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero./ Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe...”. El poema completo estaba trascripto en el desaparecido suplemento cultural del diario La Nación, de Asunción, dirigido sabiamente por la poeta Susy Delgado. Corría (creo) el año 1998, y todavía Orozco vivía. Llegaron hasta mí con el oscuro sabor de un descubrimiento colegial: había encontrado a una poeta que tenía un dejo de desinteresado, nada ostentoso intelectualismo, y mucho de tratado metafísico femenino, algo a lo que no estaba acostumbrado. La seguí de aquí para allá, como podía, con poco fingido furor, hasta que murió, un año después, el 15 de agosto de 1999. Misteriosamente, no volví casi a leerla, casi como un mandato de la muerte. Hasta que me encontré con la efeméride que me recuerda que soy diez años más viejo. Su poesía, sin embargo, no envejeció.

Nacida el 17 de marzo de 1920, fue, probablemente, la mujer poeta argentina más interesante y compleja de la segunda mitad del siglo XX. (Yo la aprecio más que a una balbuciente Pizarnik, a quien muchos, y sobre todo muchas, idolatran con inocultable exitación.)

Hoy recuerdo ese poema titulado “Gail Hightower”, en alusión al iluminado y patético reverendo que habita una de las más grandes novelas que se hayan escrito alguna vez, Luz de agosto, de William Faulkner: “¿Qué perdón, qué condena,/ alumbrarán el paso de una sombra?”, se pregunta. Si se trata de la sombra de Orozco, todo el perdón y ninguna condena.

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