
“Yo no fui al exilio, a mí me llevaron”, escribiría décadas después, explicando, por un lado, la condición impuesta de su destierro por motivos ajenos a su voluntad y a su infancia recién perdida; y, por el otro, como legítima defensa ante la tentación de la nostalgia que la “oficialidad” del exilio reivindicaba como marca.
Desde la aparición, en 1950, de La luz provisional, hasta los Sonetos votivos que reunió en 2007, la carrera poética de Segovia se movió impetuosa entre cierta práctica surrealista más sobria que la de los tiempos etílicos de André Breton (de quien fue traductor), y la recuperación de una tradición literaria universal, pero que en España diera resultados legendarios: el soneto.
Personalmente, fue esta última faceta la que terminó por hacerme entrar al amplio universo de Segovia. Fue un poeta que cultivó esa forma clásica, como pocos en nuestro tiempo, sobre todo con aliento erótico, que dividía su herencia española, por la vena de Quevedo, y su adopción mexicana, por la vena de Octavio Paz, de quien fue gran amigo. No concebía el erotismo como esa cosa a la que hay que rondar, cuya enunciación depende de la mística de lo innombrable. Prefería ser esencial, animal y franco: “Cuando yaces desnuda toda, cuando/ te abres de piernas ávida y temblando/ y hasta tu fondo frente a mí te hiendes,/ un corazón puedes abrir, y si entro/ con la lengua en la entrada que me tiendes, /puedo besar tu corazón por dentro”, dice en los dos últimos tercetos de un soneto.
Fue también gran traductor de Rilke, y ensayista ejemplar. Regresó a España en 1985. Fue hace unos días a México para recibir un premio y leer poemas junto a Juan Gelman, y allí el lunes pasado, con amarga justicia poética, lo encontró “el toro negro de la muerte”.
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