14/11/11

Tomás Segovia o las dos orillas de la poesía

Tenía 12 años cuando, hacia el final de la Guerra Civil Española, su familia abandonó la Península Ibérica para recalar, primero, en París y, luego, en la otra orilla del Atlántico, en México, el país solidario de Lázaro Cárdenas, que albergó a tantos compatriotas suyos escapados de la barbarie, entre los que se contaban intelectuales y escritores de primera línea. El entonces púber Tomás Segovia había nacido en un año decisivo de la poesía de su país natal, 1927, hito de la modernidad poética española, parada sobre la resurrección fantasmagórica de Góngora, y en una ciudad en donde los intelectuales antifascistas, cuando él tenía 10 años, habrían de reunirse para condenar colectivamente la barbarie de la falange conservadora, católica y militar del general Franco: Valencia la Bella.

“Yo no fui al exilio, a mí me llevaron”, escribiría décadas después, explicando, por un lado, la condición impuesta de su destierro por motivos ajenos a su voluntad y a su infancia recién perdida; y, por el otro, como legítima defensa ante la tentación de la nostalgia que la “oficialidad” del exilio reivindicaba como marca.

Desde la aparición, en 1950, de La luz provisional, hasta los Sonetos votivos que reunió en 2007, la carrera poética de Segovia se movió impetuosa entre cierta práctica surrealista más sobria que la de los tiempos etílicos de André Breton (de quien fue traductor), y la recuperación de una tradición literaria universal, pero que en España diera resultados legendarios: el soneto.

Personalmente, fue esta última faceta la que terminó por hacerme entrar al amplio universo de Segovia. Fue un poeta que cultivó esa forma clásica, como pocos en nuestro tiempo, sobre todo con aliento erótico, que dividía su herencia española, por la vena de Quevedo, y su adopción mexicana, por la vena de Octavio Paz, de quien fue gran amigo. No concebía el erotismo como esa cosa a la que hay que rondar, cuya enunciación depende de la mística de lo innombrable. Prefería ser esencial, animal y franco: “Cuando yaces desnuda toda, cuando/ te abres de piernas ávida y temblando/ y hasta tu fondo frente a mí te hiendes,/ un corazón puedes abrir, y si entro/ con la lengua en la entrada que me tiendes, /puedo besar tu corazón por dentro”, dice en los dos últimos tercetos de un soneto.

Fue también gran traductor de Rilke, y ensayista ejemplar. Regresó a España en 1985. Fue hace unos días a México para recibir un premio y leer poemas junto a Juan Gelman, y allí el lunes pasado, con amarga justicia poética, lo encontró “el toro negro de la muerte”.

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